martes, 29 de septiembre de 2020

Gabi Ruíz: "El encierro que no acaba". Karla Trad: "lago azul"

 

 

Gabi Ruíz escribe desde la voz femenina, empática y desnuda.

 


Gabriela Ruiz Contreras 

(nací  en marzo de 1971 en la Ciudad, antes Distrito federal).

 

La experiencia de este Taller ha sido para mí reveladora de mis propios alcances, sueños, temores y experiencias. El sentarme frente a un cuaderno o una computadora, me alivia el alma y me permite escapar hacia otras fronteras seguras y cálidas. Me agrada mucho escribir en primera voz, pero también tomar algunas experiencias que me han sido compartidas o de las que he sido parte, casi todas desde la perspectiva femenina, que muchas veces busca ser ahogada pero quizá por eso es tan poderosa.

Como casi todos, llevo más de 9 meses en encierro forzoso y eso ha traído recuerdos y sueños que me han atrapado para ser contados. He tratado de transmitir la tristeza que puede invadir a las personas cuando se sienten ignoradas, etiquetadas o poco amadas, porque creo importante entender qué mueve y hace vivir a las personas en su vida diaria.

Sin duda, el acompañamiento de mi querida Edna, siempre cariñosa, inteligente y excelente escucha, me ha permitido transitar hacia esta experiencia de una forma más fácil y motivadora. También he tenido la fortuna de contar con compañeras y compañeros de viaje inteligentes, amorosos y sensibles al arte.

Gracias totales.

 
 

UNA FRASE DEMI RAYUELA

El encierro forzoso que nunca acaba

 

El encierro no es una palabra nueva en su vida, siempre ha vivido atrapada en muchas formas, aunque sí, en esta ocasión es distinto y es de agradecerse. Ahora el pretexto de la pandemia ha traído para sí una nueva vida, la restricción a la movilidad le ha permitido ausentarse de su familia, sobre todo no ver a sus padres, solo escucharlos como siempre al teléfono, con los lamentos hechos pregunta: ¿por qué es así? ¿por qué eligió ese “modo de vida”?

Se mira en el espejo de frente, de perfil, con sus dos manos atrapa y acaricia esa enorme barriga que le ha crecido durante la pandemia, suspira tan profundo que le duele el pecho, el arrepentimiento a veces también suena.

¡Pero qué le iba a hacer! ella nunca se interesó en formar el hogar que su familia anhelaba, ese al que venía predestinada, marido bien, dos o tres hijos, “brunchs” el fin en la Condesa, un perro Retriever en el jardín, y misa los domingos en la iglesia cercana a la casa.

Esas imágenes le parecían tan ridículas como inaceptables. No, ella no era así y desde niña lo demostró y por ello le encerraban en su dormitorio, le encerraron en un internado, le encerraron en el estereotipo y en la caja de la hija difícil, de la que era mejor no hablar, de la que valía la pena invisibilizar. Era lo más fácil para sus padres, lo que les permitía disfrutar a sus otros hijos lo que siempre representaron sus sueños más altos, los que nacieron para ser presumidos en público.

Y así ella encerró sus deseos más profundos, esos que eran prohibidos para las personas que no pensaban como ella. Ella solo podía amar a otras ¿es muy difícil de entender? Quizá sí, hasta para ella misma, sino ¿porqué cedió y se embarazó?

Esa pregunta la atormentaba cada vez que abría los ojos por la luz que se filtraba por la ventana, pero la soledad es muy cabrona, y tuvo que renunciar a su esencia para estar con él, ese que era un invisible como ella. Siempre pensó a su familia como el cuadro de Velásquez, esa pintura en el que ella era la enana de la vida cotidiana y él solo el bufón de la corte.

Pero que se le va a hacer, el encierro fue forzoso y necesario para preservar su salud y el de su infanta. Le había servido para acariciar una novedosa libertad, sus nuevos yo y ella, y al fin alejarse de ellos y de él, ojalá que nunca acabe.

 

 

 

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Acuérdate

 

Acuérdate, de las veces que íbamos a saludar a Lichita, si a mi segunda mamá. ¿Recuerdas el ruido que siempre había entre semana en esa calle? Como no, si ahí confluían los puestos de comida, el sitio de taxis, y el montonal de personas que se formaban desde temprano para sacar turno en el hospital.

Acuérdate cuando te conté que los domingos era como si todas las personas se las hubiera tragado la tierra, ni un alma rondaba por ahí. Por eso los chamacos de 9 a 14 años  nos apropiábamos de esa calle muy ancha para jugar avión, escondidillas y cantar amoató. Todavía recuerdo cuando casi me fracturo una rodilla en la jardinera por estar jugando atrapadas.

Nunca te platiqué que en esa calle los sábados por la noche el ambiente era distinto, era el refugio de los hombres que cansados de su jornada semanal, compraban las caguamas para sentarse a brindar con los compañeros del Diario de México o del taller mecánico de enfrente. Algunos de esos hombres terminaban yéndose a su casa, dormidos en la jardinera o enfrascados en una pelea que quien sabe cómo empezó.

Acuérdate cuando te platiqué que también en esa calle tenía el papá de mi Lichita su imprenta, esa que se dedicaba a hacer tarjetas de navidad, calendarios y tarjetas de presentación. Esa imprenta que fue de su papá y que terminó en las manos del hermano, tristemente recordado como la oveja negra de la familia.

¿Recuerdas que he platicado de ese hermano?, ese que nunca le perdonó a su hermana la infidelidad de su exmujer con su cuñado, pero ¿qué tenía que perdonarle? Si la ofendida también fue ella quien además perdió un hijo en esa batalla tan desigual. ¿Qué habrá sido de ese hijo arrebatado tan pequeño del seno de su madre?

Solo recuerdo que un día apareció el exmarido infiel con un muchacho, de aspecto fantasmal en el departamento donde vivíamos las tres. ¿Y como no iba a parecer un espectro ese muchacho, que fue educado para odiar a la madre que lo parió y amar a otra que lo dejaría en la ruina años después?

¿Te acuerdas del departamento? ¿Recuerdas esa calle? Ahí transcurrió tu infancia, tu adolescencia y parte de tu juventud, en la que a veces se comía pobreza y se vestía de regalado. Por esto escribo esto para ti, por si lo llegas a olvidar, por si tus recuerdos se evaporan y te abandonan para siempre. Te lo escribo para que vuelvas a ser quién querías ser ahora.

 

 

He recuperado la historia perdida.

 

Me asomé por ese balcón que tenía una gran ventana de cristal inexistente, mientras mi peor es nada tocaba en el departamento marcado con el número 20C en busca del abogado de las causas perdidas. Me inundó ese sentimiento que hace años no percibía, una suerte de valentía temerosa, acompañada de un ligero temblor en las piernas y un escollo en el estómago.

Inhalé y exhalé rápidamente no quería que nadie se diera cuenta, el abogado abrió la puerta para escuchar a mi novio de esa época suplicar por el amparo, y no precisamente por el de Dios sino el de las autoridades que le ayudarían a quitar esa deshonrosa mancha del expediente que amenazaba con cortarle el sustento diario.

Pendejo, dije para mí misma, los torturadores no merecen ningún salvavidas. Entorné mis ojos para adentrarme nuevamente en mis fantasías esa a las que recurría al igual que ahora para alejarme de la realidad que me fastidia o me aterra.

Entonces sucedió, me sobresaltó un recuerdo que me atrapó. Me observé igual que hoy pero distinta, más universitaria. Iba huyendo por esa explanada para correr hacia las escaleras, tan fuerte que los músculos de mis piernas se adormecían. Después de varios metros, me detenía justo ahí, frente a ese departamento, jadeando y encorvando mi cuerpo para apoyar las manos en las rodillas.

Tragué saliva para humedecer mi boca, tan seca y pastosa. Sentí unas ganas profundas de llorar, de esas que te causan hipo. Quise tirarme al piso y rendirme, pero no, yo no podía permitirme eso, tanto por hacer, tanto por vivir.

De pronto, las voces del abogado y el demandante me regresaron al momento presente, los  miré despedirse. Bajamos por esas escaleras y esas emociones se volvían a apropiar de mis sentidos, de mis arterias, de mis músculos, no entendía bien a bien que pasaba.

Mi novio entró en ese momento en crisis, el miedo y los remordimientos le cobraron algunas facturas pendientes. Me soltó de la mano y me dijo que lo sentía, que no tenía cabeza para pensar, que si quería tomar un taxi para irme a mi casa o qué.

Con la cabeza tan llena de emociones lo mandé a la chingada, discutimos y el quiso abofetearme, fue tanta el miedo que luego se convirtió en ira que pude esquivarlo y comencé a correr hacia la explanada, la misma que parecía haber recorrido en un tiempo pasado. Este recuerdo me intrigó tanto que se lo conté a una amiga del trabajo, y ella frunciendo el ceño atinó a sugerir que fuéramos con la señora de la Viga, esa la que “echa las cartas”.

Ese día pedimos permiso para salir media hora antes del trabajo, dijimos una media verdad, que teníamos que ver a una doctora porque me sentí un poco mal el día anterior. Llegamos a una casa cubierta de ladrillo color gris con una puerta de madera marcada en un rojo deslavado el número 20C. Mi amiga tocó una suerte de contraseña y le abrió un chiquillo como de 8 años, el chamaco rollizo conocía bien a mi amiga, pues es que ella iba muy seguido a ver si en una de esas la señora le cambiaba la historia de su vida.

Cuando llegamos al patio de la vivienda, levantó el dedo índice y se lo llevó a la boca para que guardáramos silencio. Era la hora de la misa. Levanté la vista y había pocas personas, todos muy fieles, muy creyentes, con la cabeza gacha como seres inanimados. La miré y ella pronunciaba algo así como rezos, nunca atiné a entender a quien le rezaba, pero se oía muy segura de lo que hacía.

La “señora de las cartas”, tenía como 50 años, lucía un cabello rizado y desordenado, vestía una túnica blanca y entornaba los ojos para quedarse sin mirada. Después uno de los asistentes fantasmales me dijo que Juanita estaba en ese momento con Dios, por lo que sugirió que no la viera fijamente.

Obedecí a medias y de repente agachaba la cabeza del lado para verla de reojo. Tardó como 15 minutos, finalizó lo que fuera que estuviera haciendo y se retiró hacia una habitación. Mi amiga me jaloneó el suéter para que la acompañáramos a cierta distancia. Una vez ahí el chiquillo de 8 años nos pidió que le acompañáramos.

Pasamos un largo pasillo lleno de cuartos con cortinas en las entradas. Al final del corredor había una habitación. Entramos, era de forma rectangular, con un foco colocado en el soquet blanco solamente. Me golpeó el olor a incienso, traté de respirar y me detuve a observar detenidamente el escenario.

Había un sinfín de figuras doradas, algunas con capas la mayoría de color rojo. Del lado izquierdo una mesa con veladoras de distintos tamaños, y al fondo unas pequeñas velas formaban un círculo donde se encontraba Juanita, esperándonos de pie.

Dobló el dedo índice varia veces para pedirme que me acercara, me preguntó que quería saber, o mejor dicho qué quería confirmar. Le narré rápidamente mi experiencia en el edificio de Tlatelolco. Me llevó a una parte semioscura de la habitación, y me señaló hacia un espejo ovalado y una silla. Me pidió que me sentara y que mirara fijamente mi reflejo.

Pasé varios minutos contemplando mí imagen, no entendía bien a bien que tenía que hacer. Después volteé a verla para que me diera instrucciones o me dijera algo, vi a mi amiga sentada atrás mirándome fijamente, con cara de susto. Juanita me insistió que volviera a observar y me concentrara.

Cuando giré la cabeza me detuve a verme. En un parpadeo me veía pero solo atiné a reconocer el lunar que tengo en el párpado izquierdo, era yo, pero con fleco espeso, cabello negro y la piel blanquecina.

Cuando bajé la mirada, estaba tirada en el piso apoyada sobre mis piernas, enojada y llorando. Me contagió el desasosiego que sentía esa otra persona, yo. Seguí observando la escena, era como una representación teatral. Detrás de mi figura, observé dos piernas masculinas enfundadas en esas botas que me resultaban tan familiares, y recordé que eran como las de mi novio cuando traía el uniforme, pero estas eran más cortas.

Seguí mirando, y en un momento dado parecía que había un tercer yo, el cual se observaba a sí misma sentada en esa silla, atónita, enfrentando un pasado que se le revelaba como un recuerdo frente a un espejo, un reflejo en tiempo pasado.

Volví a ver la escena, él me arrastró de los cabellos para meterme a un departamento abierto, el marcado con el número 20C del edificio y vociferaba, ¡te lo dije! En un momento dado, quise levantarme y él volvía a golpearme para luego levantarme en vilo y volver a hundir su puño en mi estómago.

El dolor tan profundo me hizo echarme hacia atrás, cerré los ojos, los abrí y solo lograba ver entre imágenes borrosas a Juanita, quien me embarraba una especie de aceite que olía a petróleo y decía una serie de palabras que no podía entender.

Solo recuerdo que después salí corriendo para terminar en la estación del metro Jamaica sudada, con el pelo pegado al rostro, jadeando. Nunca regresé a ese trabajo, me avergonzaba que mi amiga me viera nuevamente, renuncié por teléfono diciendo que mi familia se iba a vivir al departamento de Las Flores, allá por Ecatepec.

A mi novio policía le daba la vuelta cada vez que me buscaba, solo supe de él por terceras personas, esas que nunca sabrán de su verdadero yo ni de la verdadera yo.

 

 

 

 

 

UN POEMA

 

Una nueva forma de vivir

 

He abierto los horizontes

que dan vida a mis ojos

Las pupilas tan cafés,

nuevas formas de mirar

 

Soy eso que pudo ser,

la aspiración por vivir,

sin risas contenidas

y solo lágrimas secas

 

Hoy sonríe también la niña

que esconde el gris y el negro,

con renovados miedos y,

sin más frío en los pies.

 

Soy dueña de mis silencios,

aquellos que me podrían ahogar,

los que se puedan descubrir,

los que más vale ocultar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MI ESCRITURA DE MADRUGADA

Alas rotas

 

El frío le hacía sentir la piel chinita;era febrero y el clima era cambiante como su sentido del humor últimamente, no ayudaba a decidirse por la ropa correcta, quizá también porque ese día se sentía peculiar, enfermo.Entró a la escuela y se despidió de sus padres agitando la mano a lo lejos. Se apresuró para llegar al salón y poder recorrer un rato los pasillos amplios, llenos de piedra de cantera que le gustaba recorrer siempre por las mañanas frías. Su mente últimamente le había originado problemas académicos y necesitaba espacio para reflexionar e imaginar, era lo único que paliaba lo pazguato y el sentimiento de tristeza que le producía el medicamento que tomaba a diario.

Sin embargo, el paseo de ese día fue distinto, no le quedaba claro porqué, pero una sensación de frío helado le recorría el cuerpo de pies a cabeza, se frotó los ojos, aspiró aire y se tocó la frente pensando que era fiebre o febrícula, era un niño que enfermaba muy frecuentemente de las vías respiratorias, pero al parecer su cuerpo en general tibio no mostraba signos de enfermedad.

Se reincorporó a clases y estaba más distraído que de costumbre, su cuerpo sin embargo se anclaba a esa banca muy fuerte, era el apoyo que le recordaba su realidad. Al salir del recreo con desgano les dijo a sus amigos que los alcanzaría para aprovechar el receso, pero se ocultó en el jardín del edificio contiguo, se sentó cerca de las hiedras, aspiró el frío de la mañana sintiendo lo impávidodel césped y cerró los ojos para descansar un rato.

Se preguntó entonces si el problema de ser distinto, no lo perseguiría como un demonio durante toda su vida, si al convertirse en niño-adulto no obstaculizaría sus momentos felices, al mismo tiempo que recreaba su vista con sus delgados brazos y manos,para extenderlas como un ser alado, suspiró y se levantó sintiéndose distinto y mejor.

Había dejado de sentir dolor, malestar, se sentía más vigoroso, lo único extraño es que ahora veía al mundo como si trajese un disfraz, como si filmara una película y viera el escenario a través de la lente, en una escena tridimensional donde los elementos que se acoplaban entre sí fueran él, la cámara y la escuela.

Siguió caminando a grandes zancadas firmes y ruidosas, observaba pasar a su lado a niños y niñas que se desplazaban a una velocidad más lenta que la de él, a veces lo miraban de reojo e incluso le pareció advertir un cotilleo burlón en algunos. Lo ignoró, siguió caminando hacia ese pilar enorme del primer piso en donde se podía observar perfectamente el edificio y el recién colocado techo corredizo.

Nunca había sentido esa sensación, su cuerpo era enorme y podía ver la totalidad de la escuela desde esa esquina, descubrió que ahora contaba con dos torres enormes, que le permitían erguirse ante todos sobre ese muro; ahora sus pies estaban crecidos y libres del calzado escolar que tanto le disgustaba, eran grandes y largos, escuálidos hasta el punto de hacer visible la trayectoria de sus venas y arterias, podía sentir la fría piedra de la barda. Miró nuevamente sus piernas largas, su abdomen y extendió en toda su amplitud brazos y manos, hasta descubrir que esas extremidades eran hermosas, largas y robustas, era un ángel.

Cerró los ojos y levantó la cabeza, sonrió ante el techo abierto que dejaba ver el cielo azul que se espesaba con las nubes grises del invierno, sintió su nuevo cuerpo vibrar con la levedad del viento, de manera rítmica cuyo compás era marcado por los latidos constantes de su corazón, tum, tum, tum, tranquilos sin aspavientos, el camino está ahí niño, ¡síguelo!, dictó su voz interior.

Inhaló profundamente hasta casi explotar su pecho al mismo tiempo que extendió sus alas y presionó sus dedos para inclinarse y alejarse de ahí,pero una cuerda gigante le atrapó por la cintura, ¡que demonios!, porqué le impedían volar. Comenzó a forcejear para liberarse y sus aladas manos las convirtió en garras para sostenerse de la barda y evitar que lo alejaran de ahí, de su libertad.

Pero el aire le comenzó a faltar, no entendía porqué querían derribarlo cuando había llegado tan alto para liberarse de todo lo que le atormentaba. Observó a través de su disfraz a varios adultos que le pareció reconocer, siempre ellos, indicándole lo que tenía que hacer, lo que tenía que decir, cómo debía comportarse, los culpables de sus inhibiciones, lo siempre-castrantes.

Vociferaba, pero era como si la producción de la película lo hubiera silenciado solo a él, no escuchaba y le pareció percibir que los otros emitían graznidos autoritarios ininteligibles para él. Observó nuevamente sus pies empequeñecidos, frustrados con los dedos doblados como si tuviesen atrapado un popote cada uno, pero lo que más le dolió era el daño que le estaban ocasionando a sus alas, distintas manos le tocaban como si quisieran arrancarle una a una las remeras, las cobertoras y las álulas, su movimiento frenético evitó que llegaran a sus escapulares, las únicas que sobrevivirían a ese artero ataque. Solo podía sentir un dolor muy profundo,los pétalos que le hubieran dado la libertad anhelada, habían sido cercenados de manera triunfal e iracunda por ellos: los siempre-castrantes.

Gimoteó y se dejó caer nuevamente en ese piso de piedra tan frío, su cuerpo bajó la temperatura notablemente y la última escena grotesca de la puesta teatral era su caída a los pies de un público entremezclado, azorado, burlón y sollozante. Tenía tanta tristeza que solo quiso cerrar los ojos para desaparecer de ahí, de esa realidad, para que todo se esfumara y regresar al tiempo a esa mañana, cuando se despidió de sus padres. Comenzó a escuchar lejanamente diálogos incomprensibles y prefirió dejarse caer en el vacío del sueño.

Abrió los ojos y le invadió una sensación de bienestar físico, aunque no podía recordar que hacía en ese lugar. Se incorporó y al observar ese biombo color crema, ubicó que se encontraba en el área de enfermería. Cuando se quiso poner en pie, un leve mareo lo detuvo, al tiempo que la enfermera le preguntaba cómo se sentía, él dijo que bien, que no recordaba qué hacía ahí, ¿podrías decirme qué pasó?. Solo recibió una palmada en la espalda de la enfermera, quien le indicó que el Director hablaría con él más tarde, junto con sus padres.

La anunciada plática en la oficina de la Dirección ocurrió tranquila, quizá porque realmente él no estaba ahí, su cuerpo sí, pero en sus pensamientos solo había bruma, no entendía muy bien que decían de él, por lo que solo atinaba a balbucear un “si” o un “no recuerdo” de vez en cuando, con la mirada fija en esa mesa de centro con los folletos promocionales de la escuela.

Al día siguiente, se despertó como nuevo, pero todo había cambiado, sus padres a veces desviaban la mirada y le miraban con cierta simpatía, con cierta condescendencia, pero con temor. Al llegar a la escuela, todos los alumnos le veían con miedo, con burla. Escuchó como todos decían que se había vuelto loco, que era un enfermo por pretender ser libre de esa manera, que todo era culpa de los chochos que se estaba tomando. Y cómo se iba a poder deshacer de la terapia farmacológica si había sido una exigencia de la escuela para aceptarlo nuevamente como “miembro de la comunidad inclusiva que fortalece el espíritu de su alumnado para ser un individuo libre, competente y socialmente responsable”.

Sobrevinieron algunos duros meses, quería ser invisible o mejor desaparecer del mundo para siempre, para que nunca más le vieran así ni de ninguna otra manera, para que todos los que alguna vez se habían burlado de él, se arrepintieran de haber provocado su desaparición y que su recuerdo les persiguiera en cada escuela en la que estudiaran, ya no quería más burlas y apodos, esos calificativos que tanto molestaban y lastimaban.

No, no quería sentir más dolor, pero al final, siempre pasaba lo mismo, las escápulas latían en esos momentos, quizá era el sentimiento de sobrevivencia,el de resignación o el de la esperanza, cada día la rutina le hizo recobrar su nueva normalidad, la que siempre acompañaba con el recuerdo del ser alado que era parte de su mente y su espíritu, reconfortándolo, sanándolo. Se prometió que cuando fuera mayor, podría volar tan alto en un lugar tan recóndito que nada ni nadie podría impedírselo nuevamente.

 

 

 

 

UNA HISTORIA DEDICADA PERSONALMENTE A ELLA

 

La niña que nunca creció

 

Ella nació un año después que yo, producto de un matrimonio que había cumplido con los sueños y exigencias de su madre y su abuela. Sus padres apenas tenían un año de casados, y todo iba marchando como se esperaba, venía en camino el primogénito, en realidad la primogénita, aunque eso no lo sabían aún.

Nació a los nueve meses, en la clínica cercana a su casa, después de un parto corto, con su madre adormilada por la anestesia; llegó para llamarse Ángel, más bien Ángeles, para la sorpresa de su madre y el desgano de su padre.

Todo transcurría normal en esa sala de operaciones, pero su madre tan cerrada de ideas también lo era de caderas, por lo que el doctor recurrió al uso de fórceps par ayudar a la bebé a que caminara a este lado del mundo.

Al año, su mamá confirmó que algo no estaba bien, la niña Ángeles no progresaba como el niño del departamento 5, que había nacido un mes después que ella. Un golpe en el estómago en la cita con el médico pediatra confirmó los más escondidos temores de su madre, ella tenía una discapacidad intelectual que le acompañaría a lo largo de la vida de ambas, eso era lo único seguro. Su padre encontró en ese diagnóstico el mejor motivo para recurrir a los viejos vicios que había pausado durante más de un año de matrimonio, el alcoholismo y la bigamia. Su madre, encontró otra solución, embarazarse de nuevo.

Así durante varios años la mamá estuvo con ella para que la niña pudiera caminar, revistiéndola de duros aparatos que serían una segunda pierna, un segundo pie. Avanzaba un paso para caerse y levantarse; avanzaba dos, tres, hasta que pudo caminar por sí misma. Pero su mente seguía anclada en su niña pasada, viendo como otra niña, su hermana crecía más grande y cuerda que ella y su madre solo atinaba a llorar a escondidas durante las largas ausencias del padre.

Llegó el tiempo en que los niños y niñas de 6 entraban a la primaria. Su madre, pensó que sería bueno meterla a la escuela cercana a su casa. Primer año de primaria, apenas fue capaz de hacer algunos trazos, por lo que las autoridades de la escuela le recomendaron inscribirla en una escuela especial, para personas discapacitadas.

La mamá se indignó, nunca la inscribiría en ese lugar donde seguro, su destino sería peor. Seguramente la discapacidad se acrecentaría y se volvería rematadamente loca, aunque en el fondo lo que temía era que todo el mundo confirmara eso, que tenía una hija discapacitada. El papá solo pensaba en dejarlas a la deriva, pero no podía se había casado por lo civil y por la iglesia, y seguía amarrado a ese lugar por exigencia de su madre, la que en realidad pagaba las rentas mensuales.

La niña se convirtió en adolescente casi a la par de su hermana. Pero ella intuía que era distinta, vivió una juventud diferente aunque ella nunca lo supiera, encerrada, era mejor que nadie la viera. Vio como crecía su cuerpo, como le bajaba la regla. Aprendió de lo que veía en su hermana, de lo que platicaba a veces con ella.

La mamá solo atinaba a verla de reojo y cambiar la plática con enojo, cuando las preguntas se tornaban incómodas, peligrosas. La niña siempre soñó en conocer alguien como ella, atrapado en el cuerpo adulto pero con mente infante, para su desgracia eso no era posible, nunca podría salir de su lugar seguro.

Siempre tenía una rutina, sentarse en el sofá ubicado junto al televisor, para ver la vida y su familia pasar. En ese mismo lugar, se enteró un día de que su hermana había encontrado a alguien como ella y partiría para siempre. Esa ausencia ahondó el hueco del alma y del espíritu, pero se rellenaba un poco con la idea diaria de que de vez en cuando, su hermana iría para llenar con su presencia, el frío escondite de su confinamiento.

Pasaron muchos años, cincuenta para ser precisos. La niña ha crecido hasta convertirse en una mujer que nunca lo fue y que ahora marchitará por dentro para comenzar a envejecer. En su mente sigue presente esa niña inocente, de mirada atónita y curiosa, que no comprende bien a bien la maldad que ocurre allá afuera y de la que solo se entera por las noticias de la televisión.

Ha visto a su familia resquebrajarse, mutilarse y ver los esfuerzos de su madre siempre compungida, siempre sollozante, por pegarla, como si fueran fragmentos parecidos al viejo jarrón que la niña rompió al dar sus primeros pasos con esos horribles aparatos ortopédicos. Ella continúa en ese mundo cien metros cuadrados y muros fortificados en forma de casa, sabe que es la persona que tiene dos obligaciones, las labores domésticas y acompañar a sus padres tan viejos como ella.

Cuando está con su hermana, la normal, ella se transfigura en una sombra gris, que ríe de manera desproporcionada para incomodar a los que estén compartiendo con ella. No habla mucho, no opina, por que ella siempre dice tonterías. A veces sueña, se imagina grande con una familia, esas locuras eran muy frecuentes años atrás, cuando tuvo sensaciones particulares que le daban calor y le hacían cometer actos muy privados, muy perversos en su cama. Nunca entendió bien a bien que sucedía.

La niña nunca miente, no sabe bien a bien que es eso, en la primera comunión que hizo a los 12 años, le enseñaron que es malo, que es pecado. Ella se encarga de recibir las llamadas que son para sus padres, nadie muestra interés en conversar con ella, pero siente alivio de escuchar voces e historias distintas a las de todos los días. Los niños tampoco quieren platicar ni jugar más con ella, la evaden y sinceramente ella tampoco los entiende bien a bien.

Ella sabe que está envejeciendo con sus padres, observa sus cabellos canos, sus líneas en el rostro, pero está segura que su destino es estar siempre con ellos. Su madre sabe que no puede morir antes que ella, la ha visto rezar en secreto para que Dios se las lleve al mismo tiempo al otro lado del mundo. Su padre,ahora es solo una presencia fantasma que recorre los pasillos, cuyo único sonido lo emite el tanque de oxígeno que lleva a todas partes. Su hermana, desea estar lejos de esa casa, tan llena de necesitados de su esencia que mejor evita ir, no quiere que le roban el poco aire que le deja su vida diaria.

La niña nunca ha crecido en realidad ni tampoco es que quiera crecer. El lugar donde esta ahora su mente tiene mayor tranquilidad que el de cualquier persona, sin duda, tiene pocos recuerdos que le atormenten, pocas alegrías que extrañar.

 

 

 

 

 

 

 

  MI VIDA COMO UNA PLAYA TRANQUILA

(1)

  • El anhelo de la (in) visibilidad.

Frente a su ventana recordó cómo ese día se sentó a la mesa después de percibir una embriaguez poco conocida, o más bien dos. Suspiró muy profundo y volvió a tomar un sorbo de su copa para brindar por los novios. Volteó a ver a su amigo y sonrió para sus adentros, estaba muy feliz, casi eufórica en esa mesa con los amigos y compañeros de oficina, invitados de boda. Rayaba casi los 27 años, dos más de los proyectados en su plan de vida forjado a la mayoría de edad. Siempre tuvo la duda si ser visible requería cierto esfuerzo de aceptación social a todas las ideas y formas de hablar, y por ello elegía ser invisible era más fácil y llevadero.

Y ahora, volteaba a verlo, ahí dormido profundamente con sus manos acurrucando su rostro, con las palmas encontradas en una sincera paz. Habían sucedido tantas cosas entre ellos, hasta el matrimonio. Recordó como saliendo de esa fiesta de regreso a la Ciudad, se detuvieron en el Sanborns del Centro, que estaba cerca del Corporativo donde trabajaban. Reían mirando los autos miniaturas del mostrador, que se convertían en gigantes ante sus ojos, el sopor aún presente del alcohol y la alegría desconocida de su cercanía, los llevó a ser visibles ante ellos mismos para tomarse de las manos y perderse juntos durante un largo tiempo en el mundo.

Ella en ese momento desconocía a qué se debían los malestares que la hacían ver un tanto descompuesta, y sentirse fuera de este mundo, sentir contradicciones que en ocasiones le hacían sentirse irreal. Aún no sabía que lo invisible había ocupado su cuerpo, para pronto hacerlo de su mente, de sus anhelos y preocupaciones.

(3)

  • La soledad y el carácter.

Era sábado de consulta médica, bien temprano porque el Doctor atiende hasta Tlalne. Ella le comentó que era mejor irse en el metro para viajar hasta el Metro Toreo y de ahí tomar la pesera con la R-28 que dice Club Casablanca.

La verdad es que no le quería decir que ella gustaba de sentarse siempre junto a la ventanilla, para también observar al mundo, le gustaba mirar a las personas e imaginar sus historias, pero sobre todo pensar cómo serían de niños o niñas ¿Cómo se vería fulana o sultano a los 3 años?

Esa edad le parecía importante en la vida, quizá porque lo asociaba al encuentro de su madre con una persona. Ella era una niña de 3 años que jugaba con su amiga a la que solo podía ver ella; mientras su mamá esperaba en el metro Balderas a alguien. Estaban en la salida de la avenida Balderas, su mamá lucía hermosa con esa minifalda y una blusa con florecillas que se ajustaba a su espigada figura. Y mientras jugaba en cuclillas para no ensuciarse el vestido, observó como unos zapatos se detuvieron a su lado, eran de hombre. Miró hacia arriba y observó un gigante que le recordaba a alguien, era un señor joven, pero que le parecía familiar pero que lejano en su vida, en sus juegos.

Encogió los hombros, bajó la mirada y siguió jugando. Escuchaba una tensión en las palabras de su mamá y el recién llegado, algo le decía que ella también era parte de la plática, pero nunca fue invitada a conversar. A veces le invadía ese mismo sentimiento, el sentirse presente pero aislada, bien sea porque no era importante que participara, porque no se deseaba su opinión, o porque había perdido en la selección de comentarios relevantes. Los adultos terminaron su plática y su mamá cogió su mano para caminar hacia La Alameda y disfrutar un rato de los globos y el barullo dominguero. Ella a lo lejos veía a su mamá reflexionar hacia un punto infinito que se perdía entre los transeúntes y los automóviles de la avenida Juárez.

A veces detenía el juego por volver a ver a su mamá, tenía miedo que la fuera a olvidar por perseguir sus propias realidades, pero no ella seguía en la misma banca sola y triste, quizá ese sentimiento también la marcó, tanto que se unió a la feria de acompañantes que la asaltaban en los momentos más inoportunos de su vida social.

(2)

Era muy temprano pero tarde para intentar llegar por el Viaducto al Centro Histórico a las 8 de la mañana. Escuchaba a ciertos decibeles música techno, es lo que la hacía despertar y ponerse alegre ese día.

Sorteando baches del último carril, en un atasco como si existieran semáforos en luz roja cada 100 metros, sintió una mirada insistente, volteó y reconoció al conductor de la camioneta al lado suyo. Era él. Su corazón se detuvo para latir más aceleradamente. Suspiró y se tranquilizó para tomar la salida a San Antonio Abad, no podía seguirlo y quizá era lo mejor.

Inevitablemente comenzó a recordar, y desdibujar lo que él había representado en su vida, su amor de niñez, de adolescencia y quizá hasta de la adultez. Por cuestiones familiares siempre aparecía en su vida en momentos clave.

Cuando era una niña de 7 años, había fiesta familiar en el departamento. Todas las niñas y niños jugaban amontonados en una de las habitaciones, porque los adultos habían tomado posesión de la sala, el comedor y la estancia, festejando quien sabe que cosa. La pipiolera jocosa estaba compuesta por 12 niños y niñas. Ella estaba ahí y solo atinaba a mirarlos curiosamente, tratando de adaptarse e integrarse a ese momento. En lo álgido del juego, se abrió la puerta y apareció Él. Era el niño más grande de la comunidad familiar, y fue como si ella hubiera visto una aparición y no atinaba ni a cerrar la boca, ni a dejar de mirarle.

Hoy recuerda perfectamente cada detalle del momento. Ella no era la única que había reaccionado así ante la aparición del niño. Él era particularmente hermoso para ellas en esa época, porque además de ser muy blanco casi rubio, era el más alto y espigado del grupo, siempre mostrando ese mundo que solo conocen los chicos malos de las historias ridículamente románticas. Todas peleaban con la inocencia de la infancia por su atención, pero con las barreras que les imponían los vínculos familiares frenaban sus asoros y cariños. Él condescendiente, regalaba sus palabras y cruzaba miradas solo con algunas, las más grandes del grupo, para la poca fortuna de las excluidas, pobre de ella.

Después de ese encuentro le vio muy poco, pero ella se propuso de manera no deliberada, tenerlo siempre presente en sus recuerdos. Cada año, recordaba ese festejo, recreando encuentros futuros y finales distintos. Y así sin darse cuenta, ella le dio forma al amor de su niñez.

Cuando ella había cumplido ya los 16 años, Él volvió a aparecer en una fiesta familiar. En ese momento era ya un adulto que conservaba esa luz que a ella le atrapó durante tantos años. Sin embargo, en esta ocasión las miradas no se perdían en la nada, sino que se las devolvían una a una. A partir de ese intercambio se encontraron en varias ocasiones, y platicaron como si fueran muy cercanos de tiempo atrás, buscando el contacto con sus manos al menor pretexto.

Eso fue suficiente para que ella se inundara de esperanza y después del desamor, que producen las ausencias permanentes. Este sentimiento, le apretaba el corazón y la llevaba de la fantasía a la realidad, no se percató hasta mucho tiempo después, que su ficción amorosa, solo fue una creación de su idealismo de juventud, hecha para no correr peligro por decisiones equivocadas.

Uno de sus últimos encuentros sin duda fue el más importante en su vida, fue la penúltima vez que estuvieron juntos, platicando hasta muy entrada la madrugada. Justo ese día, ella cumplía la mayoría de edad. Ahí en el umbral de la puerta los dos se acompañaban de la luz de las luminarias combinadas con el amanecer. En ese instante recibiría en esa calle del Centro un preciado recuerdo, el primer beso del amor de su vida. Nunca olvidará las sensaciones que se multiplicaron en segundos en todas las partes de su cuerpo, dejándola en un estado de torpeza tal, que solo atinó a sonreír.

Una vez que ella se regresó al tiempo presente, se alejó para nunca repetir ese momento. El gran amor tenía que quedarse en ese estado, congelado, suspendido, inacabado. Modificar esa estructura, rompería el encanto creado por la invención humana de que ella era capaz, era mejor dejar en la incógnita ese futuro y crear momentos presentes y futuros distintos a la carta.

Años después en plena etapa adulta, se volvieron a encontrar. Él había perdido un pedazo de su ser para siempre, y solo atinaron a abrazarse para aliviar un poco el dolor, la angustia y la separación. Entre el olor a cera derretida y flores, se despidieron. Al igual que la primera vez que lo vio, había un tumulto entre ellos, ese que realmente nunca despareció, esa realidad que se disfrazó de tantos rostros para que cada uno encontrara su cada cual.

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Rayuela tu nombre

Mi nombre es Gabriela el cual está acompañado de María, porque en la época y en el seno de la familia en que nací, las niñas tenían que ser María algo y los niños José algo. En mi búsqueda encontré que mi nombre tiene un origen hebreo, pero sin etimología precisa, probablemente provenga de la unión de dos raíces, Gebar-El. ... Por lo tanto, el significado del nombre puede ser “fuerza de Dios” u “hombre de Dios”. ¿Cómo puede ser que un nombre de mujer tenga tantas definiciones hechas para el sexo masculino? O ¿más bien porto la feminización del arcángel Gabriel?

Quizá por qué tengo este nombre tenga raíces menos relacionadas con el empoderamiento femenino o con la función del Arcángel Gabriel en el ejército divino. Cuentan las anécdotas familiares que en los años 70´s fue muy famosa la novela gráfica o historieta “Lágrimas y Risas”; uno de los títulos que publicó era la de “Gabriel y Gabriela” y cómo todos los nombres comerciales que marcaron generaciones enteras, pues las dos únicas niñas nacidas en el 71 y 72 del edificio 808 de la avenida Cuauhtémoc, fueron llamadas Gabriela por decreto vecinal y el deseo de las madres que las parieron.

Así, me uní a la generación de las Jacquelines, Teresas, y Marilyns. Cuando hago este recuento me alegro de que hubieran pasado muchos años entre Rarotonga y yo. El María realmente nunca me gustó, porque el María Gabriela era muy largo y porque en épocas de bullying de la primaria, me hacían recordar mis raíces traídas directamente de la Sierra de Oaxaca, lo cual en su momento me aturdió y por qué no decirlo, me avergonzó.

En mi adolescencia, decía que me hubiera gustado llamarme Constanza, porque su significado alude a la constancia, y porque ninguna vecina que me desagradara se llamaba así. Después fui aceptando mi nombre, de preferencia en diminutivo - Gaby – porque el hecho de que me llamaran Gabriela me hacía recordar los regaños de la infancia.

Hoy puedo decir que mi nombre me agrada mucho, me parece hasta poético, porque me recuerda a Gabriela Mistral y tanto me agrada que hasta se lo heredé a mi estirpe.


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Mi vida, como una playa tranquila

Una palabra que describa tu vida. Esa es la tarea semanal que parece titánica para resumir tantos años, tantos meses, tantos días, tantas horas y minutos y poderla definir a través de un solo concepto. Creo que muchos momentos se pueden comparar a una playa tranquila, en la que predomina la arena fina que dejan al pasar las matriarcas de la casa. Está se encuentra rodeada de un paisaje montañoso, uno de sus lados muestra zonas agrestes, difíciles de transitar y cinceladas con pisadas y dolores profundos. Otro lado, tiene bordes un tanto irregulares pero más pequeños y tersos para andar. Estos cercos protectores a los que se arropa a los que estén en dicha playa son las dos figuras maternas con las que crecí y aprendí sobre la vida a través de sus recuerdos y sus vivencias.

Así como la brisa marina, fresca y húmeda, cambiante por las estaciones o temporales del año, así han surgido eventos que formaron los recuerdos de mi niñez y adolescencia, y así también un sinfín de personas. Las playas se conforman por los habitantes de la zona y dependiendo de la época se llenan de visitantes que en muchas ocasiones comparten su nacionalidad, sus aficiones o corresponden a un sector específico; por ejemplo, en verano o invierno las familias son asiduos turistas, o bien en semana santa acuden aquellos muy jóvenes que buscan la diversión con el solo fin del sin sentido.

En mi caso, los habitantes del edificio fueron acompañantes lejanos y diversos de vida. Cada departamento tenía familias distintas, mujeres y hombres maltratados, segundos frentes, y una generación de hombres solteros de lo que hoy conocemos como personas trans. Me tocó compartir con la vecina más humilde y trabajadora que tenía su propio negocio en la colonia, con la cuñada de la artista famosa dueña de edificio, con el vendedor de fayuca y escuchar a los vecinos invisibles que solo aparecían en sismos, como el que ocurrido después del fatídico jueves 19 de septiembre que obligó a muchos a dormir sobre la calle de Torres Adalid.

Como parte de los visitantes de esa playa, fueron los distintos tipos de personalidades que cobijamos en el departamento, primero los hijos de la matriarca mayor con sus familias, mi tía y después como una oportunidad de negocio, el alojamiento de huéspedes que en su totalidad fueron hombres. Hoy suspiro y agradezco por solo haber estado en peligro en una ocasión. En esta modalidad, tuvimos gente profesional o estudiantes solteros que en su mayoría eran migrantes internos. Y así sostuvimos y fuimos la compañía en días domingos de muchachos que buscaban crear su destino en esta enorme ciudad. Recuerdo que cada partida, se acompañaba de cierta intranquilidad y de un anuncio en el Aviso Oportuno que colocábamos en la tienda de mapas y guitarras de la colonia.

Los momentos de temporal fueron aquella vez que intentaron meterse al departamento por el ventanal que daba al vacío del edificio, o cuando nos robaron la ropa de los tendederos del último piso del edificio, ya que las jaulas – denominadas así comúnmente – no tenían rejas; cuando ocurrió el sismo del ´85 y nos quedamos sin luz y fuimos parte de una historia que hoy nos hace cimbrar en cada movimiento telúrico. Esta historia de temporales en ese hogar concluyó cuando fuimos obligadas a cambiarnos de un momento a otro de ese lugar, porque en el litigio nuestro abogado defensor, a la cuenta de – espero- un número significativo de dinero, omitió presentar el recurso para detener el proceso y darnos un poco de más tiempo para cambiarnos o comprar el departamento, cuya cifra en ese momento era inalcanzable para nosotras.

(Mi Guía me sugiere darle voz a los que visitaron mi vida, o esa playa tranquila. He aquí algunas de ellas, todas femeninas y poderosas como todas las mujeres del mundo)

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Una de las matriarcas

Nací un 31 de julio, siempre marcada por la tragedia, el dolor y el rechazo, sobre todo el de mi madre. De niña me convertí en una adulta para ser la encargada de la casa más infantil de la vecindad. A los 9 años, lo que menos deseaba era planear la comida en lugar de jugar a la matatena, por eso preferí un año más tarde, escapar a la vecindad donde vivía mi abuela. Estricta como solo ella solía serlo, rodeada de mis hermanastros que mi abuela elegía por ser niños en condición de calle. A cada uno, se le dotó de identidad que no tenían o desconocían cuando fueron acogidos en la privada de Jamaica, allá en la Venustiano Carranza.

Solo fui consciente de mi hambre cuando de niña, me fui a vivir unas semanas con la familia “ricachona” de la familia de mi mamá. Y así, como compañera de cuarto de Beatriz y la Nani, me di cuenta de lo que era ponerse un vestido diferente a diario, me enteré de lo que era y para lo que servía una caja fuerte, y sobre todo comía diario tres veces al día.

Esa familia, dueña de una editorial famosa de la época – años treinta y cuarenta del siglo veinte – me ofrecieron acogerme con su mismo ADN, pero mi padre al sentirse violentado en lo más profundo del hombre mexicano, su machismo y su poco valor para darle a su familia lo que merece, se encargó de destruir esos sueños, al exigir mi regreso de inmediato.

Así regrese de mis dos intentonas de abandono al hogar donde nací, y ahí como se acostumbraba en esa época, me conoció un hombre que consideró que podríamos ser una pareja con la cual procrear hijos. Él como marcaban los cánones, era un adulto de 25 años, con una carrera prometedora en la milicia, yo una chamaca que apenas llegaba a los 15 años y a los 40 kilos, podría ser una buena mujer porque dominaba muchas artes caseras, aunque ciertamente flaca, hermosa al fin y al cabo que era lo que se necesitaba. Pero, cometió un grave error, decirle a mi padre que seguramente nos cambiaríamos de residencia, lejos, muy lejos de la ciudad de México.

Eso fue motivo suficiente para que mi padre desaprobara el noviazgo, pero él ignoraba que mi casi Capitán no era el único candidato. Por el rumbo de mi abuela había conocido a otro hombre como de la misma edad que mi cuasi novio, que hacía trabajos de herrería. Después de que mi padre me negara por segunda vez la oportunidad de huir de mi realidad, tomé la decisión más sabia que me permitían la ira y las hormonas actuando en complicidad, huir con él.

No había forma de deshacer el daño moral y casi patrimonial que había ocasionado a la casa con la huida, claro la culpable fui yo no él, pues “a quién le dan pan que llore”. Cuando regresé a la semana, le dije que viviría con él y las palabras que atinó a pronunciar mi madre a solas conmigo, al entregarme encogidos en la mano mis 2 únicos vestidos de popelina, es nunca regreses, vaya como te vaya, aquí ya no habrá lugar para ti.

Y así se inició mi triste vida amorosa, de esposa y madre. Las palabras de mi madre encerraron una profecía, nunca regresé a ser quien era.

La Matriarca principal

Mi primer recuerdo de la infancia es la búsqueda y escalamiento de la piedra más alta, para mirar a lo lejos de la llanura y confirmar si mis papás ya regresaban del día de plaza. Era domingo por la noche y no me gustaba ese hondo pesar que se anidaba en mi pecho, similar al que dejan la soledad y el abandono en el alma, que además se quedaba a dormir conmigo, aunque estuviera muy junto a mis seis hermanos en el piso de la cocina.

Ese sentimiento se me quitaba al día siguiente, el agujero se llenaba del calor de la prisa y de coraje, por las tareas titánicas que imponían para mi edad y mi pequeño y frágil estado físico, colocarme frente a ese monumento de piedra y rodillo para moler el nixtamal y hacer un montón de tortillas que servirían de alimento a los trabajadores de papá.

Ir a la escuela era más bien una distracción, me tenía sin cuidado eso de las calificaciones. Mis hermanas mayores habían emigrado de casa, a la ciudad capital o más allá, hasta México, y mi deseo era alcanzarlas alguna vez. Recuerdo que cuando apareció entre mis piernas la regla, mi mamá me dirigió la mirada acusadora tradicional de las otras jefas de familia, que después entendí escondían y disfrazaban un miedo real, ese temor que seguramente sintió cuando a los 14 años se casó con mi papá 6 años mayor que ella, por decisión de sus padres.

Entonces un día, cuando llegó mi hermana de la ciudad a visitarnos, sin pensarlo más, me le anuncié mi deseo de irme. Ella trató de disuadirme, pero sabía que era una tarea estéril, así que acompañada de ella y del valor que me daban las esperanzas de huir, me despedí de mi madre y de mi padre.

Así llegué con ella, una mujer muy alta y blanca que nos acogió a mi hermana a y a mí. Su piel contrastaba con lo moreno de la mía, pero eso no importó, ella me acompaño al bautizo – ese sacramento occidental que desconocíamos los de mi pueblo indígena – y me integró a su vida para siempre.

Así crecí familiarizándome con la vida citadina, atrás quedaban los juegos de campo y pasto, el encuentro con los animales del cerro y la poca comida. Mi vida transcurría día a día, cuando apareció él. Por alguna extraña razón, me enamoré tan profundo que renuncié a mi vida habitual por irme a una desconocida. A la edad de 20 años vía con la ilusión y fantasía de una de 15. Me fui a vivir con él para casarnos, y criar al hijo que estaba germinando en mi alma y en mi cuerpo.

En aquella nueva familia me di cuenta conscientemente que lo prometido solo era posible con los oídos de la ilusión y que los ojos se me llenaban de verdades, muy difíciles para lidiar con ellas al mismo tiempo. Una de esas realidades me hizo irme de ahí, para darme cuenta de que no pertenecía a ningún otro lugar más que a mi segundo hogar.

Así sola y con una hija a cuestas, emigré por segunda vez. Llegué nuevamente a la ciudad, y con la ayuda de esa mujer que apareció en mi vida, me formé como mujer y madre sola al mismo tiempo. No puedo negar que mi decisión acarreó ciertas consecuencias, la primera que él nunca más regresó y prefirió olvidarnos para formar su propia historia; la otra un enfrentamiento a las costumbres de la familia, que buscaba ayudarme para no seguir cayendo en la desvergüenza.

Lo que si realmente ocurría es que estaba formando una nueva identidad, una híbrida que se acoplara a la ciudad y otra que me afianza mi vida de infancia y que además me ayudaría a paliar los momentos más grandes de soledad, al final no tenía nada, solo una hija y a mí misma, pero qué demonios con eso basta y sobra.

La hija deseada no amada.

Nací siendo la hija número 5 del “matrimonio” de mis padres. Siempre fui muy esperada por mi padre, tanto que el hijo número 4 fue disfrazado de mujer por mi mamá y descubierto como varón por mi padre, en un inédito episodio familiar en pleno bautizo.

Cuando tenía nueve años, me despertaron muchos gritos en la casa. No es que fuera anormal que hubiera peleas. Cada día de festejos y embriaguez, mi papá acostumbraba a castigar a mi mamá por ser mujer, o por ser mamá, o porque le venía en gana, siempre era el mismo final, golpes a su autoestima, a su alma, a su cuerpo.

Pero un día fue distinto, me despertaron muchos gritos. Corrí y vi a mis otros dos hermanos sin calzarse y en ropa interior, titiritando de frío y miedo, abrazados uno al otro. Y ahí frente a nosotros la escena, los tres gigantes de la familia peleando. Mi hermano mayor, se interponía entre mi padre y mi madre, gritándole – no más.

Mi padre ante la rebeldía del primogénito solo atinó a sacar un arma, apuntar y disparar. Cuando nos dimos cuenta, mi hermano se llevaba la mano a la oreja más vivo que nunca. Eso detonó el final esperado, la huida de mi mamá y mis hermanos… si solo el de ellos porque mi papá no me dejó salir. Eso me dejó iracunda y a mi padre más. Él solamente atinaba a llenar mis oídos de amargura y decir lo importante que era para él, tanto que al día siguiente me presentó a mi nueva mamá, la señora en turno que le satisfacía emocional y sexualmente el momento.

Mi nueva madre se percató que era muy distinta a nosotros y eso a ella le dolía más que a mí. Por eso, al día siguiente de su llegada se inició el nuevo régimen dictatorial, establecido con nuevas reglas dedicadas a mí, a la rebelde y sí, iracunda. Al primer enfrentamiento, no se ensució las manos golpeándome ¿para qué?

Mejor me aplicó el exilio corto, la muy cobarde me sacó a medias de mi casa y me constituyó un nuevo domicilio y dormitorio, la cocina que estaba fuera de la casa principal, para dormir junto al perro de la familia, era una disciplina necesaria y cercana. A mi padre le convenció la idea de que se me castigara por ser su hija consentida, ya que además al verme le recordaba su desgracia, el amor odio hacia mi madre.

Esos días fueron difíciles, pero sin duda sobreviví a ellos. Mi cuerpo se recuperaba del frío, de los arañazos, del no comer bien, lo que nunca se me alivió fue el alma, en mi nacía un rencor muy grande, tanto que no he podido extirparlo del todo. Como todas busqué la felicidad y encontré alguien que me ayudó en ello, pero nunca fue suficiente, nada lo es ante el gran abismo de dolor y aridez que provocan el maltrato y el resentimiento.

Ese escollo nunca me permitió acercarme nuevamente a mi madre sin odiarla, ni en los momentos más difíciles para ella pude sentir algo de empatía o amor, y lo más extraño es que eso también me duele. Sigo sin entender bien a bien lo que sentía por ella, quizá es que la aversión a su presencia es lo que realmente siento por mí. 

 

 

 

 


                                                           KARLA TRAD

nací en Ciudad de México, tengo 48 años, soy bailarina y dramaturga

Llévame al azul de tu lago”.

Para Alec y Lucienne, mis compañeros de viaje.

Los dos se besaron y desnudaron/porque las desnudeces enlazadas/ saltan el tiempo y son invulnerables/ nada las toca, vuelven al principio.

Octavio Paz


A las sirenas no se las comen los tiburones

Dos horas antes, tenía pensado cancelarle; la verdad es que me resultaba demasiado burdo como para invertir tiempo en ello. A mi el tiempo era lo que más me jodía últimamente y lo que menos me sobraba: entre el trabajo, ser mamá de dos chavos adolescentes y el tráfico de la ciudad, ya para las siete de la noche era un bulto lleno de piedra pómez: poroso y sin chiste.

Una cita hecha en una de esas aplicaciones que tenían fama de ser un océano lleno de tiburones, era lo último que necesitaba en mi vida, pero yo era sirena, no tenía nada que temer.

Faltaban 15 minutos para la hora y escribí: ¿cómo vas? si quieres mejor cancelamos, estoy a tope de chamba. El tono del otro lado me hizo sonreír: “te mando las coordenadas del lugar” contestó con una seguridad que, casi me obligaba a decir que sí. Dale, ahí nos vemos, dije apresurada.

Miré mi cara por el retrovisor y pensé: sin maquillaje y con el cabello recogido. Así lo ahuyento de una vez por todas. Me detuve un momento en las líneas que se me hacen entre las cejas cuando me preocupo y pensé: ¿qué buscas Carlota? ¿No aprendiste la lección con lo último que te pasó?

Lo que me pasó no fue gran cosa y fue todo, me cambió la vida; un año atrás me hice novia de un hombre al que conocí por Facebook. Amigo de mi mejor amigo, guapo, bien recomendado, de familia “bien” como dicen en mi país. Sin embargo “ese angelito” que sí resultó un tiburón, se endemonió cuando lo terminé y me atacó durante tres meses por todos las redes sociales que tenía abiertas. La violencia verbal y psicológica más brutal de la que jamás me imaginé ser víctima. Nunca lo volví a ver, quise demandarlo, pero el delito de ciber acoso no era crimen que se persigue; así es que no pude hacer nada. Decidí sanarme, escribiendo una obra de teatro de violencia de género y su relación con las redes sociales. Abrí un perfil en varias aplicaciones y me lance a entrevistar a los tiburones. Yo nací, casi sirena, con un cuerpo curveado que me había empoderado desde joven, pensé que ya todas las lecciones las había aprendido con mi última experiencia, y sin miedo, me lancé al fondo de un océano lleno de rostros de desconocidos.

Al llegar a la cita, me estacioné en un lugar en el que me conocen bien, abrí mi monedero y le eché al parquímetro lo justo para estar fuera del lugar en una hora. Caminé disfrutando el olor de la noche y dejando que el bullicio de la calle distrajera mi mente. Sabía que iba tarde, pero me daba igual. No estaba buscando quedar bien.

Miré a la derecha, a la izquierda, corroboré “las coordenadas” y me dije: ya me dejaron plantada. Llamé un poco apenada: hola, soy Carlota… “Alo” contestó del otro lado” No te veo. ¿Cuál eres? “Soy el más guapo de la terraza”. ¿Cuál terraza? Y ahí caí en la cuenta. Estaba en las coordenadas equivocadas. “Dónde estás?” me repitió, sacándome de mi concentración/ desconcentrada. Ay!!! sí, sí, me confundí, ahorita camino hacia allá. Colgué muerta de la risa.

¿Amor? (así nos decíamos mi mejor amigo y yo cuando nos pedíamos ayuda. El sería mi pareja ideal, de no ser porque le gusta un norteño bigotón) la cagué y me vine a otro lado, si voy con el de Tinder… te mando mi ubicación en tiempo real no vaya a ser que me ahorquen en el parque de noche o que éste resulte otro narciso patológico como el anterior.

Ya en el parque, me paré frente a la jaula de las guacamayas, vi como dos se estaban cortejando, frotando sus picos. ¿qué se necesita para enamorarse? les grité. Me hubiera gustado quedarme ahí un rato a ver qué contestaban, pero ya iba con media hora de retraso. Finalmente llegué al lugar entre acalorada y arrepentida. El chongo en el que me había recogido el pelo ya iba de lado, los tacones que llevaba puestos, me estaban aniquilando el juanete izquierdo y el brassiere strapless lo traía a la altura del ombligo. Frente a mi, vi a un hombre delgado, muy alto, con un saco color caqui y jeans, con el pelo medio largo y pensé: un hippie, lo que me faltaba por conocer en esta aplicación. No me preguntes porqué, pero su energía era tan fuerte que supe a primera vista que ese era el chileno que me había contactado. Se acercó y me abrazó como si me conociera de toda la vida. Me quedé parada ahí, petrificada, recordando la piedra pómez porosa y sin chiste. Por alguna razón me quería ir corriendo de ahí, pero el tono de su voz me regresó al presente. “Hola penosa”, pronunció con ese tono tan peculiar que tienen las personas que nacieron en el cono sur, sonreí para mis adentros y pensé: venga Carlota, una última entrevista y ya estuvo. En una hora estás fuera de aquí. Y moviendo mi cola de sirena, me contonee hasta la silla que amablemente me arrimó para sentarme.


Ande señor chileno, regálame una palabra: "cacholorante”

Debía ser que se acercaba mi cumpleaños, porque sí, llega una edad en la que ya todo nos permitimos, soltamos un poco lo acartonado de los deberes, los quehaceres y el qué dirán y decidimos ser nosotros mismos.

Cuarenta y ocho que sonaban fáciles de decir, pero que era una cifra frente a la cual desfilaban muchos convencionalismos, fracasos, anhelos, sueños y sí, un cuerpo aún con  ganas de batalla real.

Me paré frente a la tienda y entré determinada. Una blusa divina con mangas pompositas que, me recordaban a las nubes que dibujaba cuando niña, se plantaba en frente de mi. Tú eres la elegida, le dije bobamente. Un botoncito al centro muy coqueto, me hizo recordar la ropa interior de encaje azul turquesa que me pondría esa tarde. Pensé en sus manos tocando mis senos y me sonrojé. Siempre me pasaba igual, el pensamiento me llevaba al deseo de tocar y ser tocada por él.

Hoy le haría un striptease. Si, cual odalisca le pasearía mis caderas entre las manos, hasta que el deseo se nos convirtiera en beso, y el beso en todo lo demás. Con él me sentía libre de romper todos los esquemas y tabúes, quizá porque la etiqueta que le había visto colgada cuando lo conocí, decía: éste, no llegó para quedarse. Lo cual me daba el aire de libertad que justo necesitaba para ser mujer.

Llegó la noche y una copa de vino me llevo a otra; sí, había que armarse de valor pues aunque de más joven me había dedicado a la danza, no era lo mismo bailarle a él. Nunca le había bailado a nadie antes.

Lo senté en el sofacito verde todo rasgado por mi gata, y seductoramente empecé a moverme. Cerré los ojos y dejé que la música me hiciera el amor antes que él. Mis movimientos se sentían casi perfectos; la sinuosidad y cadencia eras los acordes con los cuales manos, cabello, tetas, piernas hablaban el lenguaje de eros.

Comencé a quitarme la ropa, y tocó el turno de desabrocharme la blusa divina, con mangas pompocitas, que me recordaban a las nubes que dibujaba cuando niña. Arriba, abajo, derecha e izquierda. La fregada blusa no salía y yo a él, lo notaba cada más excitado.

Hice cuanta machincuepa se me ocurrió, incluso me senté en sus piernas y lo invité a que me la quitara. Pero nada, la blucita llegó para quedarse. Ahí sentada, sentí como me penetraba la fuerza del hombre que me traía loca, desde hacia varios meses ya. Hicimos el amor en medio de carcajadas y jadeos, eso sí, con la blusa divina, con mangas pompocitas que, me recordaban a las nubes que dibujaba cuando niña y que esa noche, cuando desperté abrazada a él, me hicieron sentir que a los 48, aún se puede llegar al cielo sin alas.

A la semana siguiente, trabajando juntos el home office, vi que tuvo un espacio de descanso entre sus doce mil reuniones, lo miré por arriba de mis anteojos y le pregunté: “¿te gustó el baile que te hice?” y por respuesta, como buen chileno, sólo sonrío. Y yo, como buena dama mexicana curiosa, insistí: “¿Cachondo o hilarante?” y con una mueca entre burlona y amorosa, que sólo hacía cuando yo le daba gracia dijo: "cacholorante" rica, eres "cacholorante"… gateé por encima de la mesa de vidrio que nos separaba, y volvimos a hacer el amor.

2 y 2 son 4 y 4 y 2 son 6

 ¿Te gusta de vainilla o chocolate?

Esa llamada fue fulminante. Colgué y sentí como la bilis se me subía hasta la garganta. Un sabor amargo se me paseaba por la lengua, a pesar de los mezcales que me había echado. Era el día de las madres, nunca se me iba a olvidar mi regalito. Solté la toalla en la que estaba envuelta y desnuda me tiré a llorar. Lloré por la mierda de cuento que me había creado en la cabeza, lloré por la pandémia y todo lo que había perdido en ella, lloré por la de veces que no había llorado, lloré porque en el fondo lo sabía desde el primer día en el que lo besé, pero ya para entonces me gustaba demasiado, lloré por ser naif, lloré por ser mujer.

Entre sollozo y sollozo, clarito vi a mi mamá sentada en el sofacito verde, rasguñado por mi gata. Me extendía una pecera, y riéndose, me decía: “Ten, pa que la llenes con tus lágrimas mija, ahí me avisas cuando termines. Por Dios Carlota, no se llora por los insectos”.

No recuerdo cuanto tiempo estuve ahí tirada, pero enfurecida me tomé dos fotos desnuda y rápidamente escribí: “Ven y cógeme” sabía que con esa frase soltaba todo lo que estaba dentro de mi corazón. Revisé una vez más ambas fotos: el deseo en fuga se asomaba en mis pupilas. Le di send sin remordimiento alguno. “Chinga tu madre” le dije a la foto que tenía en el buró: salíamos abrazados juntos en un viaje reciente. Y la lancé al bote de la basura. El sonido al caer fue hueco, igual que mi cuerpo, igual que su corazón.

Tomé el celular y le marqué a mi amigo de la infancia. Le conté todo tal cual me había pasado. Conforme lo escuchaba reír del otro lado de la bocina, más furiosa me sentía. Perdí el hilo de la conversación entre el abanico de descripciones que se me paseaban en la mente, hasta que el hombre del otro lado de la bocina, cariñosamente me dijo: “Carlota, estas haciendo la voz tipluda”. Recordé que en Colombia, al cuerpo de las mujeres en forma de guitarra se les dice tipludas.

Si, ¿puedes creerlo? entré a un zoom de la primaria y lo típico, las preguntas de siempre: ¿Qué has hecho? ¿a qué te dedicas? ¿tienes hijos? y la de cajón ¿soltera o casada? Divorciada, bla, bla, bla… ¿Y sales con alguien? si, con un chileno ¿cómo se llama? Jorge Irarrazabal. “Ay, no, ¡qué chiquito es el mundo! Mi hijo va con un niño que se apellida así. Sí, en el Colegio Altagracia.” Yo sonriendo, dueña de la situación corroboré: ahí los tiene. Son dos. “¡Ay no! son cuatro”. me replicó

Déjame hacer una pausa y decirte que quien me cuestionaba, era la niña más mocha e inteligente que iba conmigo en la primaria. Podía memorizar todo lo que a mi y a ti se nos olvidaría. Era casi imposible que estuviera equivocada.

En lo que ocurría el desfile de todo el resto de mis compañeritos y los confesaban tal cual lo habían hecho conmigo, Majo, ese era el nombre de la inspectora sabelotodo, me escribió en chat privado. “No son dos hijos, son cuatro: dos nenas pequeñas y dos varones” Sentí arcadas en el abdomen, quería vomitar. ¿Estás segura? insistí. “Ay gorda, para que te iba a lastimar diciendo algo más”. Te marco.

Pasaron dos horas para que me marcara. Su voz sonaba muy molesta, parecía que a quien habían engañado era a ella y no a mi: “Quise estar muy segura de lo que te iba a decir, ese cabrón es casado y tiene cuatro hijos.” Comencé a escucharla cada vez más lejos, como en una especie de cápsula submarina en el fondo del mar. Su voz distorsionada continuaba narrando la historia: “de no ser por la pandemia, nos hubiéramos sentado juntos en la graduación de primaria. Su nena chiquita es alumna de mi prima Socorrito, y hasta donde sabe, son un matrimonio perfecto, nosotros personalmente hemos ido a asados en su casa y hasta nos invitaron a su cabaña al lado del lago en Chile” Al escuchar esto último, recuerdo que vomité. Me quería bañar. Lavar lo pendejo del cuerpo. Ya no estaba ahí, me arrojaba en el océano profundo de mis pensamientos, pero antes de lanzarme, recordaba mis alas de miel. ¿Qué le pasará a la miel cuando se moja? Otra vez mi mamá hablándome al oído: “Ten Carlota, te doy este par de alas, vuela alto mija, sé libre, pero por el amor de Dios, no seas tan confiada y buena”. Ya iba volando con todo y alas, cuando la voz de Ricardo, mi amigo de la infancia, me regresó a la realidad: “Carlota, ¿sigues ahí? Te pusiste verborreica, cómo cuando estabas nerviosa de niña. Para linda, ya no llores. Mira los hombres somos distintos. No creo que no te ame” Me vio la cara de idiota, sollocé. “Para linda, no vayas al lugar de los lamentos sin explicaciones”

Ricardo había sido mi primer amorío después de divorciarme. Sabíamos TODO EL UNO DEL OTRO. Quizá porque me contó que su matrimonio había terminado por un tema de faldas y calzones, me atreví a preguntarle: ¿cómo no se confunden de nombre cuando la piel y sus olores se les escurren por las manos? ¿cómo distinguen los rostros de las caderas y el sabor que queda en los muslos, después de hacer el amor? “Mira chaparrita” me interrumpió “Es cómo cuando pruebas dos sabores de helado distintos. Uno es de vainilla y otro es de chocolate. Y sabes perfectamente cual es cual. Los dos te gustan. Aunque debo confesarte, que, siempre hay uno que es el favorito”.

Pasaron dos días para que Jorge y yo volviéramos a hablar. “Hola bonita. ¿Estás bien?” a lo que respondí: ¿Vainilla o chocolate? “¿Cómo?” preguntó contrariado. Sí, qué cuál prefieres repetí “¿Vainilla o chocolate?” Vainilla, rica.

Bien, me dije para mis adentros, que de vainilla sea este romance.

Karla Trad

CDMX, a 30 de septiembre de 2020



 

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