sábado, 1 de agosto de 2020

Juan Carlos Pedraza: Luna doble y las Puertas del porvenir. Grissele Daher: ventana adentro


Juan Carlos Pedraza
 

Luna doble

Dos notas de piano investidas en un talante sobrio se encaraman en un ciclo místico. Una voz grave las acompaña, en su timbre y sus notas se aprecia embalsamada la ira visceral del tercer mundo. Propones un brindis a la salud, luego un trago del elixir carmesí, embelesado en esta repetición, al termino de la primera hora te devienes eufórico. Las percusiones, los metales, el coro; llega el baile al fin: la medicina milenaria que curó los males acaecidos en la travesía desde el epicentro de la revolución del homo sapiens hasta las Nuevas Indias. Se distienden tus piernas y brazos, incluso tu espalda siempre rígida como una vara de roble es poseída por la esencia afrocaribeña. Tu espíritu se entrega sin escepticismo a la cadencia mística que domina la realidad circundante al Barba Azul, lugar de bohemia arrabalera.

Mamady, el antillano imponente que toca las percusiones en la banda  que ameniza de las veladas del Barba Azul, inicia siempre silencioso su participación sentado sobre un banco de madera. Antes del espectáculo afina paciente las congas, el djembé y los timbales, no habla con nadie, ni siquiera con los demás músicos. Las primeras intervenciones de Mamady son discretas, sin embargo, conforme el repertorio adquiere vigor, sus brazos y manos recuperan de su tierra natal cierta energía encantadora que hace capaces al djembé de sobreponerse al bajo, las congas a la batería y los timbales a la guitarra, quedándose con el protagonismo de una tajada. La velocidad de sus brazos aumenta hasta lograr la superposición y transformarlo en el Vitruvio caribeño. Los tenares de las palmas tañen el cuero con furia, las yemas de los dedos se hinchan, las gotas de sudor no cesan, impactan con las manos y vuelven a brincar al ritmo de su vaivén, los bíceps eclosionan, las venas del cuello van a reventar, extasiado así alza la cabeza con los ojos cerrados detrás de sus lentes obscuros permitiendo que el resto de su cuerpo se encargue por si solo del espectáculo.

En la plenitud de la noche, montado sobre una dulce embriagues, apagas el motor y despliegas las velas que te permiten navegar apaciblemente sobre este mar dionisiaco. Todas tus sensaciones se encuentran en posición, listas para dar paso a la libido. Tomas de la mano a tu acompañante y le indicas el camino hacia la salida, le abres la puerta del auto luego ocupas tu lugar, conduces sin escalas hasta llegar a su refugio. Una vez en la habitación ella se torna en magnifica cazadora y tu juegas el papel de espectador anodino. Sin mayor preámbulo te zambulle en un mar de fragancias que subordina a los demás sentidos: reuniones de olas insignificantes sobrevienen a otras vagabundas de fuerza hercúlea, los perfumes avinagrados eclipsan a aquellos que contienen la dulzura del viñedo, cada latido como un golpe seco resuena en tu sien, sus cuerpos se hacinan con el deseo de adquirir algo de sentido en la existencia del otro, dentelladas sobre la carne tensa, tu saliva se extiende sobre su topología exquisita, sabor a sal y desesperación. En el lindero del delirio un impertinente torrente de salvia blanca extingue el ardor de una tajada. Abandonados por el instinto se quedan inmóviles sobre la cama escuchando su propia respiración, sienten la inmensidad del tiempo descarapelarse sobre sus cabezas.

Enfrente del escenario los meseros pasan presurosos entre los asistentes y las mesas, malabarean con sus charolas llenas de botellas y vasos de vidrio mientras sirven y recogen, la pista de baile esta a reventar, verbena de pases y giros, el cantinero dispara y mezcla tragos de su propia creación, los mas observadores atienden desde sus asientos cada movimiento del antillano que se desvive entre sus instrumentos. Dentro de la mente de Mamady el ajetreo no es menor, recuerda la diáspora de su pueblo, tañe con mas fuerza para exorcizar la nostalgia: la vieja, los hermanos; bambolea el cuerpo, con el talón del pie derecho mantiene el ritmo, esta también el defecto que lo sumerge en las tinieblas por la mitad, exhala agitado, suda mas, le tiemblan los brazos, su turno con la voz: - Masaba ye’ bili bili va -, un grito de libertad en su idioma natal. La energía se mantiene hasta que el encargado del lugar le hace una señal a la banda indicando el final de su presentación. Antes de culminar Mamady observa con resentimiento a Irene saliendo del Barba Azul acompañada de su nuevo tipo.

II

A un lado de la cama hay un pequeño sillón, tomo un enjuto soldadillo de la muerte, lo enciendo y le doy una fumada mientras me acomodo en él. En silencio admiro la belleza de Irene: con su cuerpo enredado entre las sabanas, la parte superior de su espalda a medio descubrir, y algunos de sus rizos que caen sobre su rostro hasta el borde del somier. Doy otra fumada y miro alrededor: la atmosfera es de total tranquilidad. Sentado así, sin previo aviso un discreto cosquilleo se instala en la yema de mis dedos, algo como un leve nerviosismo. Debe tratarse de la reminiscencia del hervor de la embriagues, el baile y la música. Para atemperar el animo de nuevo, le doy un par de tragos a la botella de vino. Siento su efecto casi de inmediato: una tersa somnolencia que me lleva de regreso a la cama.

Un ligero golpe de la puerta contra su marco me despierta. Me incorporo, reviso alrededor: silencio. A punto de volver a dormir, otra vez escucho golpes contra el marco, chasquidos y jaloneos. Prendo la lámpara del buro, antes de levantarme me aseguro de que Irene continúe durmiendo. Al llegar a la puerta los ruidos cesan, pregunto si hay alguien del otro lado… nadie responde. Tal vez alguna persona que se equivoco de habitación. Regreso a la cama. Un par de minutos después chasquidos, jaloneos y golpes contra el marco por tercera ocasión, esta vez son mas violentos. Exaltado vuelvo de mi letargo, descubro con angustia que nunca me pare a revisar quien sacudía la puerta, solo soñé que lo hacia. Esta ocasión parece que el intruso ha conseguido entrar. Intento mover cualquier parte de mi cuerpo, no lo logro, trato con uno solo de los dedos de mi mano, nada, no hay respuesta de mi cuerpo. La ansiedad se dispara, mi respiración se agita, siento que me pierdo a mi mismo por completo. Me preocupa mucho mas Irene que yo mismo, quien haya entrado a la habitación la puede lastimar. El tiempo en este estado avanza con abyecta parsimonia. Tal vez muera apresado así en este limbo entre la vigilia y el letargo, la caída en el abismo interior es una travesía sin final.

Tras aclimatarme de a poco a la sensación de inmovilidad, trato de recobrar la calma. Al menos mi respiración aun responde a mi voluntad; respiro mas lento, mi corazón disminuye sus revoluciones. Justo en la víspera entre un latido y el siguiente logro mover mis piernas en una sacudida violenta y al mismo tiempo abrir los ojos: El ex amante de Irene se encuentra de pie en frente de la cama, ha logrado forzar la puerta. Mientras lo observo, y sin que pueda evitarlo, mis ojos se vuelven a cerrar presas de un cansancio desproporcionado.

Escucho murmullos y gemidos a la lejanía, poco a poco recupero la consciencia. Otra vez la parálisis. Ante mi reaparecida inmovilidad agudizo el oído: escucho fricciones cargadas de humedad, gotas que chocan con el colchón, manotazos, y palabras obscenas. Poco a poco gracias a mi absoluta terquedad logro despegar mis parpados, lo primero que veo es la imagen de Irene siendo poseída por esta bestia monumental que la tiene sujeta por el cuello con su brutal bícep mientras la embiste por detrás con tal fuerza que parece que su cuerpo se va a resquebrajar en cualquier momento, a pesar de ello, la expresión en su rostro exhibe un placer sublime que nunca le he visto conmigo. La voltea, la reclina, la retuerce, la carga, la acuesta, luego la vuelve a levantar y se alternan de nuevo los movimientos, el contraste entre sus tonos de piel le imprime una nitidez abrumadora a la escena. Por algunos segundos la mirada o debería decir la ausencia de mirada del intruso se cruza con la mía, ese ojo blanco en su totalidad, signo de una extraña enfermedad, exento de profundidad, y, sin embargo, capaz de desarmar con su frialdad la voluntad del mas temerario, provoca de forma paradójica aunado al gran desprecio que siento hacia ellos, en especial hacia Irene, el impulso suficiente para vencer mi estado de inmovilidad.

Aunque ya puedo moverme, estoy muy debilitado, las piernas no responden con su habitual fuerza, no entiendo como es que terminé en este estado, tal vez Irene o su amante pusieron alguna sustancia en mi bebida como parte de un juego perverso… sin embargo, no es momento para conjeturas. Me ruedo hacia el piso tratando de pasar desapercibido, lo hago con cierta torpeza, por fortuna están absortos en su delirio y no conceden el mínimo de atención a mis acciones. Me las arreglo para levantarme y avanzar hasta la puerta apoyado contra la pared para ayudar a mis piernas a sostenerme en pie, antes de salir de la habitación escucho un grito de placer de Irene que me estremece hasta la punta de los pies.

Camino por el pasillo hasta llegar al lobby, ahí se encuentran unos sillones donde podría pasar la noche y recobrarme, sin embargo, no quiero encontrarme con Irene de nueva cuenta por la mañana, creo que seria capaz de... Decido subir al siguiente piso para ocupar aquel lobby. Para mi fortuna el elevador se encuentra estacionado en este piso, lo abordo y presiono el botón del piso cuatro. Al llegar tomo impulso con mis dos manos apoyadas contra las puertas para llegar hasta el sillón mas grande donde me dejo caer agotado. Me siento a salvo. Apenas puedo creer lo que sucedió en la habitación, es tan patético. Sabia que Irene no era una mujer de hábitos tradicionales, pero nunca imaginé algo similar. Poco a poco caigo preso del agotamiento… los celos me carcomen desde lo más profundo.

En la habitación las faenas amatorias siguen su curso: Ella se aferra con las uñas a la espalda de su amante dejando sus huellas sobre la piel al rojo vivo, él no amaina ni un poco en su vigor para poseerla, se ruedan de un lado a otro sobre el lienzo que supone la cama donde se retratan el deseo y la lujuria. Entre cada arremetida contra su cavidad, siente la frialdad del metal deslizándose bajo la almohada, lo seduce su fuerza asoladora, con solo tomarlo entre sus manos se vuelve conquistador. Sobrecogido por su poder lo suelto, Irene no merece un desenlace así. Tengo miedo de mi propia perversidad, debería detenerme en este momento y huir lejos de ella. De nuevo el metal roza su mano, de súbito Irene incrementa la velocidad de sus movimientos, es la señal para que él termine, copado por la excitación sin pensarlo toma el puñal, y lo levanta en el aire. Me despierto de un sobresalto, el lobby sigue desierto, falta poco para el amanecer. Me siento mejor físicamente, a excepción de un dolor en la espalda por ambos costados. A pesar de lo irracional que puede resultar, siento un fuerte impulso de regresar a la habitación para ver a Irene por ultima vez, me gustaría al menos despedirme de ella con dignidad. Camino sin titubeos hasta la habitación, saco mi llave, intento abrir, pero no funciona, tal vez esta puesto el seguro. Intento una segunda ocasión, fracaso de nuevo, escucho que alguien se acerca del otro lado, permanezco frente a la puerta sin decir nada.

- ¿Hay alguien ahí?

Silencio.

Escucho que se alejan de la puerta e intento abrir por tercera ocasión, esta vez tengo éxito. Temeroso de lo que pueda encontrarme entro despacio en el cuarto. Está Irene tendida sobre la cama, perfecta, enredada entre las sabanas con la espalda a medio descubrir y los rizos cayendo por su cara hasta el somier. Sin reparar en el contexto de la situación, me desnudo en dos movimientos, subo a la cama y retiro las sabanas que cubren el cuerpo de Irene, ella solo estira su cuerpo un poco, desperezándose. Dejo de lado los preámbulos, la tomo por la cintura atrayendo su cuerpo hacia mi, rodeo su cuello con uno de mis bíceps, al tiempo que la embisto por detrás, escucho la puerta: no reparo en ello, me da igual si es alguien que entra o sale. Como dos bailarines que han ensayado una misma coreografía cientos de ocasiones para lograr la perfecta sincronía, nuestros movimientos se acompasan de esa forma. En la parte cumbre donde ella me indica con su cadencia el momento de terminar, me deslizo hasta su rostro para besarla, mi mano se introduce debajo de la almohada y ahí esta. La sensación del metal desencadena un escalofrió que se desplaza por mi pecho, lo aprisiono por el mango, Irene me observa impasible, levanto el puñal y lo dejo caer con toda mi fuerza. Tras el estruendo del ultimo movimiento, el relato onírico modifica su ritmo con tal velocidad que apenas atino a reconocer de manera muy vaga algunos rostros, lugares, sonidos y palabras que se presentan en el carrete de la memoria. La trama y las escenas se han descompuesto debido al vértigo que experimenta el ser ante la aparición del óbito. Al final solo prevalecen la soledad y una oscuridad avasallante.

La tibieza de los labios de Irene sobre mi frente me devuelve al estado de consciencia. Recobro mi postura sobre el sillón y me froto los ojos para afinar el enfoque. La habitación se encuentra en el mismo estado de la noche anterior. Sin que los invoque algunos rezagos de las ensoñaciones de la noche que acaba de terminar acuden a mi mente, son poco claros, aunque perturbadores. Un balbuceante sentimiento de celos ronda mi animo, emoción un tanto inexplicable pues Irene y yo tenemos poco tiempo de estar juntos, sin embargo, debo admitir que me tiene cautivado su voluptuosidad: el gozo por la vida nunca llega a un limite con ella. A veces creo que aun tiene encuentros con su amante anterior, un músico venido a menos. Tal vez sea eso lo que me inquieta.


- ¿Quieres café?

- Si, gracias.

- Creo que nos pasamos un poco de copas anoche.

- No lo creo, con el café te vas a sentir mejor ya veras, por cierto ¿porque te dormiste en el sillón?

- Me levante a fumar y me quede dormido aquí sin darme cuenta.


Irene se levanta a servirme una taza de café, mientras yo corro las cortinas para permitir que entre la luz del sol. Es una mañana soleada, en la calle se observa el ajetreo habitual de la ciudad. Irene me da la taza de café. Me recargo sobre la ventana mientras me lo tomo con cuidado para no quemarme. Reviso por ocio las diferentes partes de la habitación, cuando me dirijo hacia la cama observo unas gafas negras debajo de la sabana. Recuerdo. Siento que la sangre me hierve… Habrán caído en alguna parte de la habitación, a Irene no le gusta que las tenga puestas cuando están juntos. Da media vuelta para recuperarlas. Suena el timbre del teléfono, Irene atiende la llamada en voz baja, seguramente se trata de aquel tipo… La ira y el resentimiento se desbordan, deslizo mi mano debajo de la almohada, ahí esta... Lo tomo por el mango y me le acerco en silencio mientras ella sigue al teléfono… Un grito desgarrador asusta a un par de peatones y a algunas aves que se encuentran en la araucaria a un costado del edificio de donde proviene el lamento de un desgraciado. 

 Juan Carlos Pedraza Alcalá. 

 

 

Las puertas del porvenir


Los rayos del sol se introducen en la habitación sin dificultad, traspasando la
ligera malla que recubre el ventanal. El ambiente en el cuarto se entibia con el curso
de los minutos hasta que la temperatura aumenta lo suficiente como para incomodar
a los durmientes. Alina es la primera en retirar el edredón que la cubre de pies a
cabeza, después en un movimiento apresurado se calza las sandalias y se dirige
con prisa al baño.


El sonido de la regadera anuncia el comienzo del devaneo cotidiano y la sensación
de las gotas que golpean sus pies así lo constatan. Debajo de la regadera tiritando
y con la piel crispada por el contacto con el agua fría, Alina repasa en su mente las
actividades que tiene planeadas durante el día. Dos meses atrás leyó acerca de las
bondades de bañarse con agua fría en una revista digital que aborda toda clase de
futilerias. Hasta hace poco nunca le hubiera pasado por la mente tomar en cuenta
ese tipo de publicaciones; sin embargo, ante la escasez de novedades en su vida,
ahora se permite el lujo de atender el fascinante mundo de las nimiedades. Tras
salir de la regadera se coloca frente al espejo para lavarse los dientes, se observa
por unos segundos y luego concentra su mirada en el cepillo como si la acción de
cepillarse requiriera de gran precisión. El objetivo es evitar la insensatez de ese
cuerpo que no rejuvenece y siempre muestra una nueva marca de su paso por el
tiempo, una de esas que son tan propias de las personas de carne y hueso.
En la cocina se encuentra Antonio preparando un par de platos con fruta. Alina se
sienta en uno de los bancos del desayunador, observa con indiferencia el plato que
le preparó Antonio, ni siquiera lo toca, se levanta, va al refrigerador y toma un yogurt.
Antonio nota el desdén de Alina al desayuno que le preparó. Alina nota que Antonio
mira de reojo el plato, sabe que su rechazo lo ha molestado. Antonio sabe que Alina
está inconforme con él por muchas razones, aunque nunca se lo dice. Ambos saben
de las inconformidades del otro; no obstante, en un acto supremo de civilidad
deciden ignorarlas. 

Lo mejor que pueden hacer en este este momento es ejecutarun movimiento que ponga fin a la incomodidad de la situación. Alina toma la iniciativa y abre las ventanas de la sala para que pueda entrar el aire aldepartamento, sin embargo, no fue un movimiento del todo exitoso, Antonio muestra
su molestia por la corriente de aire frío que ha entrado cubriéndose los brazos, aun
así, el movimiento les permite a ambos abandonar la cocina y dirigirse a sus
respectivos lugares de trabajo: Alina en el estudio y Antonio en la sala.
Al encender su computadora, Alina observa en la pantalla un conjunto de fórmulas
estadísticas para calcular el balance comercial de la tienda de enseres domésticos
en donde trabaja. 

Números, variables, sumatorias e igualdades toman por asalto su
psique: los números y las variables emboscan por sorpresa a su hemisferio
izquierdo, eliminando el incipiente poema acerca del otoño que andaba los primeros
versos sobre su diario. Sumatorias e igualdades ejecutan un ataque relámpago a
su anhelo de estudiar pintura. En segundos las tropas de avanzada han ocupado la
plaza por completo; en ese momento emerge una nueva Alina: la reina impoluta,
bañada en oro, acérrima vigilante del flujo del capital en aquel pequeño negocio.
 

Una operación muy similar se ha gestado en la sala en donde Antonio era el objetivo.
Se ha transformado en irrestricto bufón de la conservación ambiental, vegetariano
por convicción, amante de los animales. Calcula el área de bosque a  ser removida en una zona rural para permitir la construcción de un súper mercado.
 

Alrededor de la solemnidad con que Alina y Antonio interpretan a sus respectivos
alter egos, la verbena callejera se mantiene casi en su ritmo normal, aun a pesar de
la intuición de una presencia funesta que se mueve a tientas por el aire;
interrumpiéndolos de manera constante en las llamadas de trabajo que mantienen
con otros reclusos del innombrable. Por la mañana se escucha siempre el grito del
vendedor de pan, luego a medio día la campana del pepenador, en la tarde un
clásico del acontecer sonoro de la ciudad: “Se compran colchones, tambores,
refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan”, y
por la noche para cerrar, el acto musical del organillero en conjunto con el vendedor
de tamales oaxaqueños.

La temática principal de los días para Alina y Antonio son el aislamiento, la ausencia
de los placeres artificiosos y el exceso de convivencia doméstica. Su tiempo
transcurre entre olas de ventura y desventura.
La tarde avanza, y tras pasar cinco horas ininterrumpidas sentada frente a su
escritorio, Alina hace una pausa, se levanta y camina hacia su habitación. Al pasar
por la sala evita un intercambio forzado de palabras con Antonio adelantándose a
decir 

- “Voy al baño” -, antes de que él pronuncie siquiera una palabra. En su
habitación, se sienta en la orilla de la cama y observa a través de la ventana, en
especial observa el cedro blanco que se encuentra frente al edificio donde está su
departamento. Juega en su mente a calcular la edad del árbol: 

“Tendrá al menos
cien años, estoy segura de que ya estaba aquí en el tiempo de la revolución”. 

Por varios minutos mantiene en su mente la idea de la revolución: piensa en la vida
vehemente, llena de peripecias y vértigo de aquellos hombres y mujeres que
forjaron los acontecimientos de aquella época. Por un momento se emocionó al
imaginar a aquellos combatientes cruzando poblados del norte al sur del país, entre
ríos, montañas, mares, llanuras e inmensos valles, dando la cara a la muerte en
cada una de sus incursiones, hasta que su mente intentó extrapolar ese espíritu de
aventura a su propia vida y no le encontró cabida por ningún lado. Para evitar
contrariarse a sí misma tras confrontar la cuadratura de su existencia, volvió a
concentrarse en el cedro. 

Esta vez se ha dejado atrapar por la inmensidad de
detalles que emanan de su fisonomía, poco a poco su atención profundiza en el
hecho de que cada hoja y cada rama contienen en sí mismas una eternidad de
formas y colores que le son inasequibles en toda su vastedad. En el curso de su
contemplación, la realidad avasallante del mundo de lo ínfimo la sobrecoge: un
escalofrío casi imperceptible, parecido a esos que provocan las palabras susurradas
al oído, recorre su pecho. Sin razón aparente algunas lágrimas brotan de sus ojos.
 

Se apresura a secarla sin que antes pueda diferenciar si son de alegría o de
tristeza.En el último mes ha debido acostumbrarse a este tipo de pequeños exabruptos,
apreciar su intrínseca belleza e incluso alegrarse por su existencia; gracias a su
brevedad, le son suficientes para desahogarse sin desembocar en el océano de la
desesperación. Voltea a ver el reloj sobre el buró, piensa que ya va siendo hora de
regresar a sus labores. Antes de retirarse observa la puerta de la habitación e
imagina lo que puede existir al otro lado.


Un par de maletas con toda su ropa, sus libros, algunas películas, discos de música,
y Fausto, su gato, encerrado en una jaula. Con cierta dificultad toma las maletas y
la jaula, se acerca a la sala para entregarle la copia de sus llaves del departamento
a Antonio y desearle buena suerte en sus proyectos, se abrazan como buenos
amigos. Irene sale del departamento, luego del edificio, se sube al taxi y se dirige
directo al aeropuerto sin mirar atrás una sola vez.
 

Llueve. Alina toma el paraguas y las llaves del auto. Conduce hasta el final del
pueblo, en una colina, donde se esconde un viejo café atendido por una anciana de
maneras afables. Se encuentra en un país lejano, uno de esos países que siempre
quedan al margen de cualquier acontecimiento mundial. Da un sorbo a la taza que
la anciana afable ha dejado sobre la mesa y observa la lluvia caer sobre el pueblo.

Las llaves se encuentran sobre la mesita de la entrada, se apresura a tomarlas. Sin
decir nada sale del departamento, baja las escaleras a prisa, empuja la puerta del
edificio, se para en medio de la calle y aspira profundo, por fin una bocanada de aire
sin la histeria de sentirse envenenada. Alza los brazos en señal de liberación. Un
transeúnte que circula por la acera, la observa, camina hasta donde ella se
encuentra y alza también los brazos. Al mirarse se reconocen como un par de
náufragos en el océano de la soledad y se funden en un abrazo fraterno.

Una playa desierta, los brazos del sol derretidos sobre el manto marino. Las aves
sobrevuelan sobre la costa con movimientos gráciles. Alina camina descalza sobre
la arena. En el momento justo en que el sol se va a ocultar en el horizonte, se detiene
a observar la sinfonía crepuscular. Al estar de pie frente al mar siente que alguien
rosa con ternura su brazo izquierdo. Se trata de su madre, se encuentra radiante,
como aquella época de su infancia que pasaron juntas en el campo. El viento

levanta sus cabelleras con delicadeza. Alina está ansiosa de contarle todo lo que le
ha pasado durante su ausencia, decirle que pensaba visitarla en su cumpleaños,
sin embargo, apenas salen de su boca las palabras se ahogan. Con un gesto de
sus párpados como asintiendo, su madre le indica que lo conoce todo acerca de su
vida y no es necesario entrar en detalles. Conforme avanza el ocaso Alina siente
como una leve tristeza crece desde el fondo de su ser hasta volverse infinita. En el
punto cumbre con la presencia de la diosa plateada en la cima, su tristeza arrasa
con todo su mundo hasta dejarla rendida con su cuerpo contra la arena debajo del
manto estelar.

La sosa realidad: Se levanta de la cama, sale de la habitación, sin poder evitarlo
choca con Antonio en el pasillo que da a la sala. Antonio se molesta con ella por su
descuido e inicia una discusión, una bien conocida por ambos: reproches por cada
omisión en el trato cotidiano, la ausencia de matrimonio, “no es por mi, es por que
es importante para mi familia”, las mentiras que han quedado al descubierto, el
descaro de presentarse imperfectos ante el otro, y una larga andanada de memorias
abyectas. A punto de llegar a su desenlace habitual, después de que ambos han
mostrado sus mejores pases en la faena conyugal, Alina desiste de sí misma, hace
mutis por la sala, y se sienta en el sofá sin decir nada. El tiempo ha cobrado una
nueva proporción, las palabras y los movimientos agregan una pausa a su ritmo
ordinario, un leve zumbido le da vueltas en el oído izquierdo, observa a Antonio
quien continúa en su absurdo monólogo.

 Mira sus manos con atención, dobla y flexiona los dedos en repetidas ocasiones. 

Son sus manos y las manos de Antonio, las manos de cualquiera, las manos del mundo entero al mismo tiempo. Por primera ocasión es capaz de observarse fuera de sí, en tercera persona, sentada en el sofá,
rodeada de muebles demacrados, atardeceres grises y Antonio, ese hombre que solía emanar una energía cálida y apasionada, y que ahora es invierno a su lado. Se pone de pie, da un paso discreto, luego otro más aprisa, y así sucesivamente hasta levantar el vuelo al llegar a la ventana. Abre las manos para sentir el aire por todo su cuerpo cual ave surcando el cielo. Mientras desciende piensa en la cara que
debió poner Antonio al verla volar por la ventana.

 

 

De vuelta en el mundo material

 
Intento despegar los párpados, pero no lo consigo, escucho un sonido de bip
insistente, como una alarma. Mi cuerpo está tan cansado, siento las extremidades
entumecidas, apenas y puedo mover ligeramente los dedos de la mano derecha. Lo
único que recuerdo es haberme desvanecido en el pasillo que da a mi recamara.
Una mujer toma mi mano con suavidad mientras menciona algunas palabras que
no alcanzo a distinguir del todo, algo relacionado a algunos números y mi nombre.
Se que se trata de una mujer por el tono de su voz. Tengo mucha sed, si no fuera
por este terrible cansancio, me levantaría a tomarme toda el agua del mundo.
Empiezo a odiar este estupor. Permanezco la mayor parte del tiempo entre
ensoñaciones turbulentas donde término cayendo en el vacío y al sentir ese vértigo
me despierto asustada, solo para darme cuenta de que no me puedo mover y vuelvo
a caer dormida. En algunas ocasiones logró dominar mis sueños, y me mantengo
serena sin caer al vacío, entonces veo una puerta, es azul, mi color favorito. Me
cautiva su presencia, sin embargo, una intuición de mi destino detiene mi ímpetu de
alcanzarla.


La puerta azul se ha vuelto muy lúcida, ahora la puedo observar todo el tiempo, está
ahí impasible, esperándome. He tomado la decisión de abrirla. Me encaminó
decidida a su encuentro. Escucho el sonido de una voz, no alcanzo a distinguir si
es una voz de hombre o de mujer. Conforme me acerco a la puerta, distingo la voz
de mi madre, hace tanto que no la escucho, pero la llevo grabada en el alma. A unos
metros de alcanzar la puerta distingo la voz de Antonio, tiene la voz quebrada, creo
que llora, me detengo un instante para buscar su cara, pero no hay nadie, continúo
caminando. Empujo la puerta, esta se abre, y mi madre me recibe con un abrazo
tan amoroso que sólo ella sería capaz. Me hundo en sus brazos, mientras un
desgarrador sollozo brota de mi garganta. 

Las lágrimas no son expresión digna paratan hondo dolor. 

“Te esperaré aquí todos los días”, es la voz de Antonio. Mi madre
se esfuma entre mis manos y caigo en el vacío.
 

Mis ojos se abren con el impulso del vértigo, lo primero que veo es la cara de Antonio
tras una pantalla, luego de su gesto de estupefacción al verme despertar, llora, llora,
no para de llorar, y yo lo acompaño en su llanto. Apenas puedo creer la dicha de
respirar el mundo, de ver el rostro de Antonio con la ternura de antes, de sentir mi
cuerpo. La puerta sigue ahí esperándome, yo le digo: 

“Vámonos Antonio, dame la mano para que no me de miedo” él no me entiende y me dice que me tranquilice, que todo está bien, y yo le digo: “Me quedo aquí hasta que te vuelva a ver”.

Mientras camino hacia la puerta.


 

 

 

Grissel Daher Cervantes

nací un 3 de septiembre de 1985, en Chihuahua, Chih., México.




=Inspiración=

Te busco y no logro encontrarte, te encuentro y no te puedo tener. Eres como un halo que me acecha,
como un manto que me cubre, pero no me toca.

Así hemos pasado años, en este juego torcido que se asemeja a la dialéctica; pero que la traiciona,
por no creer en la verdad, ni en el supuesto orden de las cosas.

Orden… las palabras son lo que hacemos de ellas y luego sus significados nos atormentan, nos esclaviza. Orden, tiempo, vida… La vida como un acertijo que ya no intento descifrar; el tiempo como algo que no tengo, sino que soy; el orden como ese caos que se burla de mí y mis intenciones de alejarlo. Cansada de buscar tantos significados comenzaré a hacer un diccionario, así todo será lo que yo quiero que sea, aunque nadie más lo entienda.

Somos el tiempo que creemos tener y mientras no entendamos la diferencia entre tener y ser tiempo,
la vida seguirá siendo vida, y no ese salto que podemos dar y no nos atrevemos. Te busco en cada atardecer, en cada mirada, en la naturaleza. Te busco, te juro que te busco, pero no logro encontrarte y cuando por fin lo hago, no puedo tenerte.


=Confusión=

Confundí tu sonrisa con la calma del oleaje en un amanecer.

Confundí tu mirada con el misterio de una noche estrellada.

Confundí tus palabras con el cobijo de un resguardo seguro.

Y así, confundida, me conduje con prisa; con la urgencia de quien busca la paz.

En esta confusión apresurada, me perdí en el oleaje de tus palabras y en el misterio de tu mirada.

Y ahora no encuentro salida, ahora no tengo palabras, ahora me falta la paz.



=Morado=

Lo intento nuevamente y la veo, ahí está: impecable, majestuosa, expectante. Su mirada se clava en mí
y yo hago lo mismo en ella. Diría que es una especie de duelo, pero entonces lo entiendo:
me está queriendo decir algo que no alcanzo a comprender. En sus ojos color violeta, veo un sinfín
de imágenes que parecen no tener sentido. A pesar de mi tribulación, ella se mantiene estoica,
hay una mueca en su rostro que se corona con una media sonrisa, ¿acaso se está burlando de mí?
No intercambiamos ninguna palabra, pero sé que algo me quiere decir, lo veo en sus ojos que lanzan destellos purpúreos al viento. Hay algo apacible e inquietante en todo esto; algo tan contradictorio como la misma vida, así que como la vida misma resisto y persisto.Sucede: el caos comienza a ordenarse.

Dentro de ella hay un mundo de flores marchitas, batallas que se convierten en cicatrices, pequeños recordatorios de que vivir puede doler. Pero también hay frutos vivos, colores que irradian todo lo que es ella: determinada, fuerte, sabia, pero sobre todo libre. Sin palabras me cuenta todo y me dice que la vida es eso: un caos que constantemente intenta ordenarse y un orden que penosamente busca el caos.
Las imágenes se siguen discurriendo bajo el halo violeta de sus ojos como una línea de tiempo incesante, y en cada escena está ella; en medio de una realidad dicotómica que la margina y la empodera. Nada le roba su fuerza, nada aminora su poder. Me pregunto quién es y la respuesta llega
como una oleada apacible y contundente.
Ella soy yo.
Eres tú,
Somos todas.

=Futuro=
Le escribo al futuro porque siempre me ha gustado leer el final de los libros primero.
Tengo muchas preguntas que hacerle, pero mi pesimismo me dice que no habrá respuestas.
Así que le escribo a la vida, o más bien, escribo mi vida con la intención de que existir sea la respuesta a todas las interrogantes que tengo. Escribo al futuro con la plena consciencia de que todo se convierte en pasado y que quizá no se trate de preguntas ni respuestas, sino de resistir y persistir en este bucle infinito en el que se debaten la vida y el tiempo.


=Llanto=

La refrescante libertad

De la paz hecha nostalgia

Como una melodía necesaria

Que purifica a través del dolor


=Mirada=

Un despertar tranquilo

Que decide mi camino

Y penetra hasta el final

Con la claridad de una guía


=Risa=

Un estruendo sonoro

Que con fuerza y potencia

Ilumina de blanco

Una felicidad que retumba



=Llueve, llora=

El cielo cansado de contener soltó un estruendo que lo iluminó todo; seguido de un torrente
tibio que no hacía más que desbordarse. Una fuerza potente. ¡Qué llueva! Que llueva y que lo limpie todo, que el caudal de sus ríos refresque la densidad de vivir.Parece que el trueno le riñe al cielo por tanto llover, pero es su melodía la que acompaña al río que quiere fluir. ¡No te detengas nunca de llover! Llueve, y deja que fluya como tormenta para que duela, para que limpie, para que vuelva la paz.

Llueve y no riñas al cielo.

Llora y no finjas reír.


=Ventanas adentro=

Mi casa despierta con la caricia del nuevo sol sobre sus ventanas, un rayo se mete de contrabando anunciando lo inevitable: el día comienza y también las historias que se tejen minuto a minuto con la certeza de lo incierto.

A veces la vida ofrece ventanas que dan a la nada para que puedas llenarlas de aquello que más anhelas; a veces son esas ventanas las que nos salvan del mundo que llevamos dentro. Ventanas desnudas, ventanas vestidas… ventanas que invitan al alma y a los misterios de quienes resguardan.

La misma ventana ofrece un paisaje distinto a quien la mira de adentro y a quien la mira de afuera. Yo estoy adentro. Mirando las vidas ajenas que desfilan frente a mi ventana, universos que van caminando sin reparar en que alguien observa apenas un fragmento de sus andanzas. La vida de pronto se vuelve aquella rutina que siendo pequeños aborrecíamos… ¿o solo fui yo quien juró que jamás tendría una vida adentro de una maqueta?

Irónicamente al ver hacia afuera no pude evitar ver mi propio reflejo y mirar hacia adentro. Soy yo, viendo que veo hacia afuera; soy yo, cambiando el foco a través de un espejo translúcido que me invita a ver otro paisaje. Me fundo en el horizonte de mis pensamientos y dejo por un momento de estar en ese momento. Me voy a otros viajes y otros parajes de recuerdos añejos; revivo la libertad de salir a caminar por calles que no conozco, en ciudades lejanas que me albergan y me invitan a recorrerlas con pasos curiosos.


Avanzo atenta y dispuesta a absorber lo que sea necesario; el subterráneo me enseña que siempre estamos esperando: una señal, una llegada, un ascenso o descenso, una esperanza; las flores que rompen asfalto me dicen que todo es posible cuando se quiere; los cuerpos de agua me susurran que es importante aprender a ser y fluir, a no detenerme; en las alturas compruebo que hay precipicios que pueden ser seductores. Y así, en este ir y venir de recuerdos me pierdo y me encuentro, por fin, frente a mi ventana.



=Atardecer=

Parece que alguien en un descuido inició una fogata en el firmamento. El cielo se hizo fuego y las nubes llamaradas que danzan pacientes hacia su muerte.

Los dioses acercan estrellas como bombones para quemarse: y la luna se asoma discreta con una sonrisa menguante dudando de la invitación.

La lumbre acaricia la faz de la Tierra y advierte la muerte del día que acabó, sus lenguas de fuego pacientes se escurren entre la cicatriz de concreto que atestigua su fulgor.

Y así, ese manto naranja que arropaba incesante, poco a poco se apaga en el horizonte como si de pronto alguien se hubiera cansado del resplandor. Las nubes se vuelven ceniza, la vida se vuelve carbón.










































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