sábado, 1 de agosto de 2020

André Vélez Montiel. El beso a media noche.




André Vélez Montiel
(13 de agosto de 1999, Estado de México)



El primer día


I ¿Nosotros?


¿Qué nos diferencia? Si no la piel, ¿qué? Si no el género, ¿qué? Si no el alma. Si no cualquier

ontología: códigos y sistemas. Grupos humanos. Y nos desvelamos pensando en el poco tiempo

de los días que es la muerte; en lo injusto de aquí y allá, la memoria y la Historia; en el amor

apostado por amigas y terapeutas que no llega ni presume el cuerpo de algún héroe clásico a su

entrada: lleno de sentido y, por tanto, casi material; tan maravilloso que no tiene miedo.

Nunca nos embriaga con su fuente de vida.


Estamos perdidos y nuestro carácter se viste de culpa por no leer lo escrito, por no entender

los problemas de aquellos grupos; en algunos casos, invisibles y silenciados a voluntad,

por no interesarnos en nada porque la sangre se petrifica hasta que el corazón pesa y el

 cuerpo es como hielo, una máquina de respuestas ciegas y sordas. Algunos, nosotros,

callamos ante el cambio…


II ¿Augurio?


Te busqué en mi caja de tiempo, pero eres muy pasado. Esa caja guarda una imagen utópica de mí.

Con aquella sonrisa, estás en los escombros de una infancia petrificada.

Mi deseo es liberarte y, en consecuencia, liberarme de algunas distracciones de la memoria.


Te salvas del vacío: te salvaste aquel día, hablándome, pues yo temblaba de miedo.

Si no lo recuerdas, el suéter del uniforme cuyos botones se deshilaban al tacto era verde; r

eflejada en él, la luz nos disfrazaba de excreciones desagradables; por sus líneas azules en el brazo,

que veíamos como tatuajes, lo usábamos aceptando su imposición, pero sintiéndonos jóvenes rebeldes.


Aquella mañana, yo era alguien nuevo en la escuela y en mi cuerpo; aquella mañana

me cambió con su dedos de hielo; los edificios y salones se encarnaron en hostilidad;

mi voz física se calló; será mejor esperar y observar, dijo mi mente por primera vez,

concentrándose en el suéter. Pero caminaste hasta mí en tu propio carácter de niño nuevo y

me salvaste, fuiste la primera protección que tuve contra un mundo de gritos.


Desde entonces, uso la máscara de alguien que se oculta y espero a que me salven, dándome

el habla para sobrevivir. Porque tú lo hiciste primero, olvidé mis latidos caóticos.

Sonó la campana y tuve fuerza para cargar los libros nuevos hasta la fila, donde escuché

las instrucciones como los adultos ordenan.


El salón era gris. Mientras sus cuerpecitos entraban, se sentaban y recibían las palabras de bienvenida,

las almas infantiles del grado aceptaban la realidad de un encierro. ¿Era el único cuya saliva lo ahogaba

o ellos eran tan fuertes como sus futuras reputaciones presumían?


 ¿Quieres ser mi amigo?, me preguntaste y una niña de risa inteligente aprobó tus palabras.

Sí, te respondí, pero aquel desinterés fue falso, pues los brazos de la mañana soltaron mis hombros

en un acto de paz. Por aquello, te nombro el significante de mi primera culpa.


La decisión fue rápida. Tú me esperabas mientras yo quería salir del departamento con horas de ventaja.

Llovía: recuerdo la ventana abierta, el aire con gotas, los árboles tristes, la luz blanca de un sol que

se despedía. No estaba ahí por voluntad, sino por mi abuela y el café con sus hermanas. Visitar a la

familia no es una opción en mi familia, sino un acto ancestral.


¿Fue ella? Con este acto ajeno (que se clavaba en aquel niño, doblándose por la fuerza de la

persuasión familiar), me convenció. Estoy cansada, está lejos, me dijo, forzando el tono. Bueno,

le respondí. Aunque dos manos fuertes se posaron en mi cuello, borré la sensación injusta.

Ni forma de pedir ayuda, ni forma de hablar con aquella vocecita impotente.


No te llamé, pero imagino la disculpa decepcionante. Te imagino en un cuarto oscuro,

donde un reflector encuentra tu cara y pastel, que tiene las velas encendidas, a la espera de un amigo.

Lloras la lágrima que no lloré, ocultándola de mi familia en un acto inconsciente de no ser débil.

Y sé que rompí nuestras almas, distanciándonos, perdiéndote.


Por esta culpa pasada, que mi memoria me trae en cada sueño y lectura, mis ojos no te buscaron

aquel día, después de diez años. Revisabas los tickets a la salida. Baje los ojos, concentrándome

en mis mangas. Te di el papelito indiferentemente y, como si el tiempo se duplicara, hiciste contacto,

dijiste mi nombre. Tenías una voz nueva, un cuerpo nuevo que me hizo temblar.

Pude conocerte como uno, en cambio, decidimos lo razonable, ir con otros: tú con ellos,

que te entendieron y formaron un grupo uniforme de suéteres verdes; yo con ellas, a quienes me

igualé.


Y aún, desesperado por encontrarlo, pierdo el brazo masculino que me abraza el primer día.

¿Tu recuerdo está condenado a ser un augurio de pérdida? Caminaste hasta aquel niño por voluntad

del destino. En esta línea de vida, me adviertes que mis hombres son polvo, pican mi piel y vuelan

desde mis palmas: un padre cuya alma no conoceré, un abuelo cuya respiración se cansa, un tío que

renunció a la vida, amigos que escaparon a un laberinto de memoria. Un cuerpo ajeno y roto que sueña

mis sueños. Pero en estas manos, yace la necesidad de diferenciarme de ellos, pidiéndote perdón.



Antes de la muerte


Mi tío. Su música fuerte contra las paredes. Salgo y lo veo salir negro, porque las paredes de su

cuarto tienen muñecos negros y su ropa es negra. Sus brazos se presumen tatuados, su cabello

con mucho gel, su voz ocurrente con un chiflido. Veo la cadena en su cintura y oigo el sonido de

sus botas pesadas sobre la alfombra. Cierro los ojos cuando percibo su desodorante y loción, que me

pican la nariz como alfileres. Baja las escaleras con el trote de siempre. ¿Va hacia la reja o el estudio?

Si se fuera de la casa, la reja haría temblar las ventanas al cerrarse y se oiría el motor del coche, pero

la cortina plástica del estudio se abre y se cierra con la sutilidad de un no molestar; separa la casa clara

de las máquinas y las cabezas de demonios. No hay luz en la sala ni el comedor, pero sé que el estudio

está iluminado atrás de la cortina. Bajo las escaleras tocando las paredes rasposas y doy vuelta hacia la

cocina, donde mi abuela está haciendo la cena. Escuchamos un zumbido que se corta.


 Me siento a esperar: espero que mi abuelo baje, espero que mi mamá llegue, espero que las personas

del estudio salgan. Extraños con tatuajes y perforaciones, salgan para que dos mundos colinden.

Y mi tío nos llama para presumir su trabajo y pelo los ojos y un joven blanco está sobre la silla de cuero.

Tiene un rosario en la piel, un rosario de tinta, una cicatriz hermosa. Veo el pecho del cliente rendido

hasta que mi abuela se despide. Regreso a la cocina. Los extraños se van con la evidencia de un día

en mi casa, nuestra casa. La cena está lista. Le grito a mi abuelo, que baja después de un rato, mi tío

entra a sus espaldas, mi mamá llega con los ojos cansados. Cenamos y parecemos una fotografía vieja.

Sorbemos con los mismos sonidos y masticamos con los mismos movimientos.


Cuando me doy cuenta, estoy llorando, pero no sé por qué un niño lloraría frente a su familia completa.

Veo el brazo de mi tío, donde la cicatriz de mi cara se presume, y siento que importo, que nunca creceré,

que lo extraño, ¿por qué lo extraño si está al otro lado de la mesa y lo percibo? ¿Por qué me siento

impotente? ¿Por qué la cocina se oscurece ante la sombra de un telón? Los rostros adultos

se pierden en la misma oscuridad. Me duermo y sueño con mi tío.



La huida


La tarea, llevar fotografías de nuestras familias que relataran nuestras historias.

Porque los niños no tienen historias propias, pensarán algunos.

La maestra, una mujer de piel gris y cabello rojo, nos pidió que las sacáramos para hacer el trabajo.

Sobre la mesita, mis abuelos y mi tío; aún en la mochila, mis papás.


Aquella mañana, sentí los labios de mi mamá y la escuché salir del cuarto que compartíamos,

había escuchado a mi abuelo irse con la misma prisa, y supuse que mi tío estaba en la casa.

Mi abuela me despertó, me abrió las llaves de la regadera, me vistió con el uniforme de diario,

me hizo el desayuno y me llevó al colegio. Sus labios me despidieron. Entré con aquellas piernitas

que caminaron hasta el salón. El día pudo ser el mismo que todos.


Reuní mis fotografías e inicié: bisabuelos, abuelos, tías abuelas. Llegaba a mis papás cuando titubeé.

Le había pedido la historia a mi mamá con el pretexto de la tarea, por tanto, ésta contaba algo como se

conocieron en la escuela y fueron novios y nací. con el orgullo inmediato de terminar primero,

llamé a la maestra.


Ella posó el dedo sobre la cartulina; la transitó con una uña larga que se frenaba a corregir la ortografía;

también titubeó. Dos fotografías (una de dos adolescentes delgaditos y otra de las mismas personas,

pero adultas) no eran suficientes para contar una historia que, por necesidad, debía ser más larga.


Se alarmó tanto que su piel se hizo más gris y su cabello más rojo. ¿Y qué?, me preguntó gritando,

¿nunca se casaron? Ella creía que mi historia estaba incompleta, supongo, esperaba un continuará

en la próxima clase. Pero hice lo que aún hago ante adultos decepcionados, no dije nada.


No tuve tiempo para buscar bodas en las historias del salón. Sonó la campana. Guardé mi penoso

trabajo

y salí corriendo. Mi mamá estaba afuera del salón. ¿Hablo con ella?,

me preguntó después de leer los comentarios de la maestra en la cartulina.

No, respondí y hui del colegio.


No recuerdo el camino a casa, pero imagino que imaginaba a mis papás en una boda propia y,

sobre todo, a mi papá y su familia, que no estaban en mi historia…



Un grito ahogado


No me inspira la naturaleza,

me inspira la necesidad de gritar sin gritar,

gritar sin herir mi garganta,

gritar sin llorar lágrimas inútiles, 

gritar sin olvidar mis mejores argumentos ante una pelea,

una pelea que se posa sobre mí como una diosa griega,

una pelea de alguien contra sí mismo,

alguien que me grita su dolor.


Me inspira la necesidad de proteger los pedazos de mi cuerpo,

los pedazos de mi memoria rota,

los pedazos de un alma y un cuerpo rotos,

el cuerpo de aquel niñito sin voz,

el cuerpo de ese adolescente sin voz,

el cuerpo de este no sé qué sin voz.


Estoy en problemas por tantas palabras que leer y escribir,

estoy bajo una roca,

estoy como están los fantasmas:

perdidos en la culpa que es el deseo.




El beso a media noche


En el espejo. Escogí la camisa negra para verme delgada en el espejo grande de la casa,

comprado en un mercado de antigüedades. El cuello me rozaba creando un calor extraño entre piel

y tela, pero iría a la fiesta y deseaba sentir que las curvas de mi cintura se borraban de milagro.

Fajé la camisa y forcé el cinturón para ocultar mi vientre gordo. Vi el reflejo de un cuerpo cuya

alma se protegía con inocencia. No pensé en cuántas personas se habían buscado en el espejo

antes de aquella tarde, pues me sentía sola en la incertidumbre. El marco oxidado fue la frontera

del autoengaño: me dije que las experiencias universitarias eran catárticas y que Leonardo

estaría conmigo.

Cuando salí, mi amigo me esperaba en la banqueta y el taxi había llegado.

La conductora bajó el cristal para preguntar mi nombre y dejarnos subir.

El aire de la avenida entraba besándome con labios fríos. Lo agradecí,

porque antes de ponerme el cinturón, Leonardo hablaba con voz ocurrente y yo

necesitaría recuperarme del mareo de sus palabras. Sacando un corrector de su

chamarra para borrar sus cicatrices, él parecía buscar un arma. Los movimientos

de sus dedos me dieron pena hasta percibir que, con aquel cinturón contra mi intestino,

yo era presa de la misma vanidad.

Según Leonardo, quien esperaba conocer muchachas guapas y solteras, la fiesta sería pequeña.

Me pidió chismes, pero yo no los tenía, sino estrés por trabajos y lecturas que parecían multiplicarse

con pisar la facultad. Una atravesaba el umbral de algún salón y su destino cambiaba. Yo había

cambiado por un roedor de biblioteca que nunca terminaba de leer a tiempo, pero corría hacia l

os dieces como hacia un queso amarillo. Me ahogo en un mar de culpa, pensé ante su petición.


Pero sus chismes fueron suficientes. Me habló de sus últimas conquistas: la muchacha del deportivo,

la muchacha de la universidad, la otra muchacha del deportivo.

Dándole su lugar en la conversación, habló de la secundaria: los amigos pasados, la guapa

de la generación (cuyo recuerdo me hizo suspirar), los maestros famosos por autoritarios.

Aunque le respondía con interés falso o evasiones, hablamos como adolescentes,

hicimos que la taxista se riera de nosotros y fuimos los amigos de siempre.


El viaje duró poco, pues había sol cuando subimos un camino solitario y

llegamos a las puertas de la privada. Al entrar a la casa, saludamos a los padres de Guillermo.

Éste, el festejado, salió de su escondite para abrazarnos y presentarnos a los muchachos del

sillón que estaba frente a nosotros. Saludar a Guillermo, como hablar con Leonardo,

era un acto de fuerza: tocarlo era tirar nuestras fronteras introvertidas con el empuje

de un beso en la mejilla y la rapidez de un abrazo nervioso. ¿Por qué estoy aquí?,

el arrepentimiento floreció de repente.


Pero me tranquilicé, mi amigo estaba junto a mí y una fiesta pequeña no parecía mala idea.

Cuando el papá de Guillermo nos invitó a tomar una cerveza, recordé que ésta es la bebida

universitaria por excelencia (y yo era, sin contar la culpa, una universitaria excelente).

Los invitados la bebían y, en aquel instante, me sentía parte de ellos, del mundo real.


Abrí la botella con dedos primerizos y seguí a Leonardo como perra hambrienta.

Él habló con los adultos de la casa, que se irían en un rato y regresó al sillón porque

alguien había pedido música. Mi confianza fresca se evaporó con el sonido molesto

de la canción que Leonardo escogió antes de sentarse con un muchacho desconocido.


Treinta minutos en la fiesta y me sentía sola, percibiendo mi cuerpo.

Y la soledad (de un libro, de una canción clásica, de un sueño) era hermosa para mí,

pero aquel sentir no era benigno, sino la verdad, pensé, no domino los códigos sociales

de la verdadera universitaria: una jovencita extrovertida que, victoriosamente, usa sonrisa,

tono y cuerpo para sobrevivir. Leonardo se paró hacia la mesa por comida. Fui tras él y,

con discreción, bloqueé su camino. En realidad, le pedía ayuda. Me preguntó algo cuando

llegaron más y más invitados. Una muchacha saludó a las personas presumiendo dientes y

labios enérgicos, pero al llegar a la mesa, me dio la mano con una expresión de asco. Catarsis,

dije la palabra en mi cabeza.


La noche se posó en los cielos. Leonardo y su nuevo amigo fueron al patio para fumar.

¿Ellos eran universitarios tan excelentes como yo?, me pregunté levantando la ceja.

La razón luchaba contra el deseo de pertenecer, pero abrí otra cerveza.

Caminé hasta el patio. Si su amiguito no hubiera hablado igual, yo hubiera pensado que

Leonardo se ahogaba al articular sonidos: adornando la conversación con el clásico aliento de humo,

parecía vomitar las vocales. Me estremecí ante un extraño, que dijo estar orgulloso de verme beber.


Hablaban de una muchacha. ¡Y ambos la conocían! De hecho, Leonardo dijo,

Beatriz también la conoce, platicábamos de ella en el taxi. Respondí asintiendo y,

Dios perdone, con la misma expresión de la asqueada. Después de años de amistad,

ante un desconocido, Leonardo me expuso como alguien que podía hablar de aquella

muchacha, compañera, amiga… Lo que fuera, el veredicto masculino gritaba que su

físico había madurado excelentemente, pero ella era una borracha y promiscua.

Por un lado, confusa, envidié que ambos se sintieran objeto de ella; por otro, me

pregunté si sus atributos eran buenos o malos en el contexto de la conversación.

Borracha y promiscua, pero ambos sonreían y, cómplices, movían los cigarros que se consumían

en un brillo naranja.


La música subía en la sala. Entramos y, por fin, perdí a Leonardo.

Tomé una servilleta y la llené de papas fritas. Me senté en una silla vacía, en la esquina de la casa.

Observé la fiesta, un rito iniciado. Las fronteras eran visibles: mujeres conversando acerca de hombres,

hombres conversando acerca de mujeres, hombres conversando acerca de hombres.


Y el alma de la fiesta, la persona que conoce el código común y cruza las fronteras.

Curioso, porque ésta era Guillermo, otro extraño. Me sentí golpeada por la nueva libertad de su cuerpo.

Pertenecía y, aquel día, tuvo un reino propio para pertenecer.


Los primeros muchachos del sillón bailaban y el mueble se había saturado de gente esbelta

que estaba tranquila, platicando y bebiendo. Ven, la voz de alguien me llamó, ¿por qué estás sola?

Me acerqué al nuevo desconocido. Supe que él estaba borracho porque apenas abría los ojos cuando

habló otra vez. ¿Cómo conociste a Guillermo?, me preguntó antes de eructar.

Recordé a un compañero de la licenciatura que había fumado un cigarrillo antes de nuestra clase.

El maestro de francés, al verlo distraído, le preguntó los números del uno al diez.

Aun con las llamadas desesperadas de atención, el compañero le respondía los números

en español, riendo. Me sentí apenada por el desconocido, pero supuse, de inmediato,

que yo era el verdadero objeto de pena en la fiesta.


Leonardo también bailaba, pero salía del espacio de baile para beber más, y más, y más.

Hizo un reto de tragos donde participó excitado. Mientras el perrito de la casa lamía la suciedad

del piso, me sentí tan enferma como observé que Leonardo se sentía. Él empujó un vaso rojo sobre su

boca; vio maléficamente a una muchacha morena y bailó hacia ella; descansó los brazos sobre el

pecho desconocido. La forzaba para besarla, pero la muchacha era muy alta.

Con el ritmo de la canción como pretexto, Leonardo bajaba la cabeza, borraba su sonrisa y

dibujaba una expresión cadavérica. Se perdía, de instante a instante, como una presa sedienta

que lame el sudor caído en sus cadenas. Medianoche, pero mi amigo no obtuvo el beso que esperaba.


Vi los cuerpos perfectos en el sillón e imaginé ser la heroína de una historia; suponiendo

las ventajas de un noviazgo, vi a dos que se tocaban suavemente en el acto de poseerse.

El perrito buscó mi mano con la nariz. ¿Tú eres mi caballero andante?, pensé.

Mi nuevo amigo y yo nos pusimos cómodos mientras el tacto entre ambos nos protegía del ruido.

Leonardo me llevó un trago. Lo rechacé con decepción y, sin titubeos, él se lo tomó. ¡

Estoy muy feliz!, me gritó al oído.


Una hora más, planeé, pero Guillermo se sentó junto a mí porque el desconocido se había ido.

Me preguntó por mi familia (preguntar por conquistas no era una opción cuando se trataba de Beatriz,

la niña callada). Bien, respondí a sus preguntas forzadas. Hubiera agradecido el acto de bondad,

pero las siguientes palabras me atravesaron. Si nos sucede algo, dijo riendo y señalándome con

la mano que cargaba una cerveza, será tu culpa. No le respondí. Se fue. Sentí un enojo pausado:

¿qué podría sucederles?, ¿ésa fue una broma bajo el efecto del alcohol?, ¿dijo culpa o responsabilidad?


Me dispuse a huir, pero suponía que Leonardo, quien había subido al baño del segundo piso,

se iría conmigo. Bajó sin equilibrio. Me voy, le expliqué, escríbeles a tus papás para que te

permitan dormir aquí. Mi plan me pareció considerado, pues él estaba feliz en la fiesta.

Creí que lloraría, pero sacó su celular y me lo dio. Tú pregúntales, me dijo con voz débil

y se fue. No pude interpretar el tono de su mamá, pero Leonardo debía regresar conmigo.


Felicité a Guillermo y salí de la casa. El taxi llegó mientras Leonardo, tambaleándose,

se despedía de cada invitado, de los desconocidos que no vería otra vez. Gracias, pensé cuando

el perrito me vio desde el fondo. Hubiera creído que mi amigo era un zombi, porque caminaba

con ojos y brazos idos. Había que bajar escalones altos, por tanto, lo tomé del brazo.

Para mi suerte, la asqueada estaba afuera, fumando con más personas.


Mientras yo jalaba a Leonardo desde atrás, ella me vio con el gesto de una bruja aburrida.

¿No debo llevarme a Leonardo aunque ésa es la orden de su mamá?,

¿no debo tomarlo como niño, sino soltarlo para que camine orgulloso con el uso de su nueva adultez?,

¿qué haría alguien con experiencia en alcohol y felicidad?, las preguntas bailaban en mi cabeza.

Me sentí avergonzada ante los ojos de universitarios hechos y derechos.

Pero estábamos dentro del taxi e íbamos a nuestras casas. Tranquila, me incliné

para ponerle el cinturón a Leonardo. Mi voz interior, triste, me dijo que yo debería obtener

un beso a medianoche. El taxi salió a las vías principales de la ciudad, que estaban vacías.

Llegaríamos en minutos. Leonardo habló con los espíritus del coche hasta decir algo con sentido:

voy a vomitar. NO, pensé, esto no estaba en las guías universitarias. NO, pensé otra vez, tampoco

es una de las ventajas que los licenciados presumen. Esto no es mi responsabilidad, me enojé,

sino de él. Odié, en aquel instante, a mi mejor amigo.


Mejor amigo, repetí y suspiré. ¿Pongo su cabeza hacia atrás?, pensé desesperada,

y el paciente empujó mi mano con enojo. La taxista, molesta, ofreció orillarse.

El vómito llegó como olas espumosas sobre una playa de concreto.

Nos orillamos cuatro veces. Razoné que la casa de Leonardo estaba más cerca que la mía,

pero él no recordaba su dirección para sumarla al trayecto del taxi. Le mandé un mensaje a su papá,

cuyo celular era el único que yo tenía, pidiéndole calle y número. Tonta, pude llamar.

Tonta, pude dar instrucciones a la antigua. Tonta que no tiene la dirección de su mejor amigo.

El mensaje fue leído, pero no contestado. Olvidé la vergüenza y me llené de resentimiento

hacia las personas.


Llegamos a mi casa. Como pude, saqué al muerto en vida del taxi.

Desde afuera, llamé a mi padre, quien salió con ojos de esto será usado en tu contra,

pero condujo hasta la dirección de la cabeza sobre mi hombro con instrucciones como

aquí y a la derecha. Hasta entonces, sentí que mi inexperiencia no importaba.

Llevé a Leonardo hasta la puerta de su casa, que abrí y cerré. Él no se despidió.


Me disculpé con mi padre, quien sonrió y acarició mi cabeza.

Me sentía decepcionada de las experiencias que algunos adultos presumían al adornar sus

paredes con títulos universitarios y cuyo carácter de pequeños infiernos olvidaban a

conveniencia. Me sentía traicionada de momento y, a la vez, feliz en verdad

(de tener mis libros pendientes, mi voz reservada, mi cuerpo vivo en vida).

Me sentía cansada. Aún con inocencia, esperé una disculpa de Leonardo durante meses.

Aunque esa madrugada, antes de cerrar los ojos, canté una canción triste en mi cabeza,

pensando que amar, incluso a los amigos, es un juego de perder.


Nota: he revisado este texto tantas veces que he llegado a odiarlo.

Me disculpo por cualquier falta inconsciente de ortografía, palabra comida,

evidencia de dislexia y dedazo asesino (cualquier error desafortunado, pues).



En un cuarto propio


Los hombres en el librero,

una guerra trazada por el tiempo,

una guerra trazada por mentes desocupadas.


Los libros sobre mis hombros,

susurros y borrones de memoria.


El carbón sobre la mesita,

muerte de mis pulmones rápidos,

muerte de mi corazón rápido,

caricia caída en las paredes de mi garganta seca.


Los clavos en las paredes,

dolores en mi piel desnuda,

conquistadores de mi piel desnuda.


Las almendras en el frasco,

acaloradas como palomitas,

tristes como un perfil perdido.


Y los libros, ardiendo en sus colores.


El cuarto en llamas,

el cuarto con voces,

el cuarto con aves creadas,

aves de papel quemado.


Y la ciudad, dividida.


Allá las nubes de océano sobre el valle,

allá las nubes de algodón sobre la ciudad,

guardianes del cielo, amantes de la luz.

Y ésta, indispuesta al tacto, ficcional.

Y los árboles como lunares.


El paisaje, fundamento de la soledad forzada.


La puerta, azotada por las manos del viento.

La cama, a la espera de mi salto,

hermana del polvo sobre las almohadas,

el polvo en los poros de las paredes.


Mi cuerpo de ladrillos,

edificios de cicatrices,

mi piel de cristal.


Vacías, dos manos y dos botellas.

El vino, derramado sobre mis palmas;

el deseo, líquido, añejándose.


Un sueño de día.


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